5 jul 2013

ELOGIO DE LA COMIDA HOSPITALARIA


Cárceles y hospitales no son sitios, ni por asomo, que se asocien con el buen comer. Todo lo contrario. En la cárcel por poco y malo y, en el caso de los hospitales, porque se asocia lo que allí se sirve y come con una dieta hiposódica y baja en grasas que tiene un resultado insípido pero no inódoro ni transparente, disgustoso mayormente. Esto es así para usuarios y trabajadores. De cara a la galería (el front space de Erving Goffman) y vísceras adentro (el back space). Es posible casar aquí una polémica con el espíritu de Goffman porque, en este argumento, en muchas ocasiones, el front space que se supondría edulcorado es peor que el back y mayormente los trabajadores hospitalarios comen mejor que los pacientes sencillamente porque sobre los primeros no pesan restricciones médicas.
Como trabajador hospitalario, me ha tocado vivir (comer) de todo. Recuerdo un hospital de Caracas en que para comer, ni bien ni mal, simplemente comer, había que salir del hospital y enfrentarse a la calle, con el peligro que eso significaba sobre todo a la hora de cenar. O un hospital del sur de Italia en que la pasta al pomodoro era scotta, scottisima, y parecía más bien un mazacote. En España, el problema y la maravilla es el cerdo. A veces viene bueno, pero el problema es que siempre está, incluso en el sandwich vegetal. En todo caso mayormente se trata de platos repetidos día tras día, de opciones propuestas al mediodía y repropuestas en la cena, comida que se ingiere no con placer degustatorio, ni siquiera para llenar el estómago, sino simplemente para descansar y abstraerse, en la medida de lo posible, de la rutina laboral.
Hay ocasiones, sin embargo, en que se come bien. Recuerdo el bacalao al pil pil de un hospital en Alicante que no tenía nada que envidiarle a los restaurantes del centro de la ciudad. O, mejor aún, algún episodio de alimentación informal -propiciado en la trastienda hospitalaria, a pocos metros de la lucha entre la enfermedad y la vida, convirtiendo escritorio en mesa, sábana en mantel y depresores linguales en cucharillas- en que dentro de mi boca han estallado sabores inigualables que recuerdo todavía con auténtico placer. Así sucedió aquel lunes de hace varios años. Los enfermeros me lo habían advertido:
-El lunes no cenes en el bar que tal persona traerá manitas de cerdo.
Las trajo sin falta y asimismo las comimos con las manos un grupo de cinco o seis personas, sentados alrededor del mesón de los residentes.
Lo recuerdo bien a pesar del tiempo transcurrido y me llevo los dedos a la boca como intentando succionar los tendones y cartílagos de un cerdo inexistente. Qué buenas estaban las manitas y qué hermoso era comerlas allí. A tan pocos metros de una sala donde en ocasiones se le gana la partida a la muerte y al dolor, a tan sólo unos segundos del cansancio absoluto. Tomarse unos minutos, en una guardia de 24 horas para chuparse los dedos y después continuar: qué maravilla.

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