
A
expensas de mí mismo y como su cadáver junto a la acera pretende eternizarse en
la mirada vidriosa de los transeúntes, confesaré que no me importa en absoluto
su muerte y admitiré que estoy cansado de ver cómo las personas lamentan la
muerte de aquéllos que poco o nada le importaron. Recordaré para todos, y creo
que ése será el peor de los castigos, el momento de la ceremonia fúnebre del
Cardenal Ignacio en que vi caminar entre los bancos de la nave central a un
anciano de lentes oscuros y bufanda amarilla. Reconocí en él al padre de
Gerardo Occhipinti, un alumno del colegio.
Gerardo Occhipinti. Cuando llegó al colegio
tenía apenas cinco años. Era un niño dulce y avispado, hijo de los propietarios
de la Heladería Bolívar que, como casi todos los italianos de la ciudad, mis
padres incluidos, querían que su hijo estudiase con los salesianos del centro,
en el Colegio Don Bosco. Los padres eran un poco mayores, fundamentalmente él,
y cuando los entrevistamos para decidir la admisión del niño, recuerdo que hubo
referencias a su condición de ex-alumnos.
—Yo también soy salesiano, soy ex-alumno —decía
el padre. Hablaba muy bien en castellano y casi no se le sentía el acento—. Yo
estudié en el mejor colegio salesiano del mundo, el de Turín, donde San Juan
Bosco fundó el primer oratorio. Y ella —se refería a su esposa— iba con las
monjas a la scuola de María Auxiliadora.
Ahora lo veía nuevamente, treinta o treinta y
cinco años después, como si fuera un feligrés más, aproximándose al ataúd que
contenía los restos del Cardenal Ignacio. Tendría seguramente más de ochenta
años y parecía bastante deteriorado. Inicialmente sonreí, seguramente porque
recordé a Occhipinti y los años que luchamos con él para que finalmente
pronunciara la erre, pero después, inmediatamente después, la expresión de mi
rostro cambió. No podría precisar por qué ni cómo lo presentí, pero así lo
hice. Cuanto sentí y vi, aquello que imaginé, no podría formar parte de un
manual de supervivencia. Se trataba simplemente, se sigue tratando aún, de
cierta forma de intuición, el más valioso sentido de una persona que ha pasado
más de la mitad de su vida escuchando miserias ajenas en el interior de un
confesionario: el anciano de la bufanda amarilla, el padre de Occhipinti, era
el asesino del Cardenal Ignacio, a quien un LTD negro había atropellado dos
días atrás mientras salía del geriátrico, donde todas las mañanas celebraba la
primera misa del día.
El
Colegio Don Bosco estaba ubicado en el centro de la ciudad, a cuatro calles de
la Plaza Bolívar y frente al antiguo hospital oncológico. Había tenido una
época de oro cuando fue dirigido por Ricardo Alterio, que construyó el
santuario y trajo a la ciudad los restos de San Desiderio, pero luego había
decaído mucho.
Allí comencé la primaria y, apenas terminé sexto
grado, me mandaron al Seminario Santa Rosa de Lima en los Teques. Regresé
después, a los 23 años y ya sacerdote, con el encargo de ayudar al padre
Luciano que era el consejero de todo el colegio y la mano derecha del Cardenal
Ignacio, el director.
—Es un gran sacerdote —me dijo el Cardenal
Ignacio, refiriéndose al Padre Luciano, quien entonces tendría unos cuarenta y
cinco años—. Aprende todo lo que puedas de él y ayúdalo con el asunto de sus
estudios.
—¿Qué estudios? —pregunté para no quedarme
callado, pero también para escuchar la voz del Padre Luciano.
—Es que yo estudio pedagogía en la Universidad,
mención orientación —intervino éste, como leyéndome el pensamiento, con una voz
aceitosa que luego me acostumbraría a escuchar—. Tengo un proyecto de tesis que
seguramente te interesará.
—Es
el asesino, Monseñor —en los años transcurridos el Padre Luciano había sido
nombrado Monseñor—. El anciano de bufanda amarilla es el asesino del Cardenal
Ignacio— murmuré nerviosamente junto al oído izquierdo de quien ahora era el
más que probable sucesor del prelado difunto.
Éramos apenas dos de los quince curas
concelebrantes y, siendo los anfitriones, los otros sacerdotes, venidos de los
colegios salesianos de todo el país, nos habían permitido concelebrar junto a
la puerta de la sacristía, para no descuidar la logística del evento.
Aproveché su turbación para retirarme
inmediatamente de la ceremonia y, con pasos rápidos, me dirigí hacia la
sacristía, desde donde salí a la nave derecha por una de las puertas laterales.
Estaba dispuesto a desenmascarar al padre de Occhipinti. Sentía que era mi
obligación, el único deber todavía posible con quien tanto me había dado
durante los primeros años de mi sacerdocio.
—Mi padre tiene en el garage de la casa un
carro que nunca saca, un LTD negro —me había dicho alguna vez el pequeño
Gerardo. Esas palabras de su hijo que inicialmente no había podido recordar con
precisión eran las que me habían permitido identificarlo como el asesino del
Cardenal Ignacio al apenas verlo.
El
Padre Luciano había traído de Italia su bicicleta. Era una bicicleta de
aluminio, quizás la más ligera de aquella época y con ella fundó el club
ciclista. Había varios clubes en el Colegio Don Bosco. Uno era el club de
filatelia, fundado por el Padre Ferronato. Otro, el de aves disecadas. Y otro,
el de figuras de cera. Sin embargo, a partir de su fundación el club ciclista
comenzó a ser el más frecuentado. Formar parte de él permitía ir a los retiros
que el Padre Luciano organizaba los fines de semana en las afueras de la
ciudad.
—Así yo hago ejercicio —decía él cuando durante
la comida de los miembros de la comunidad planteábamos el asunto de los
clubes—. Y por si fuera poco a veces recojo datos para la tesis.
La tesis del Padre Luciano era, se ve, un
asunto importante en la comunidad. Si la terminaba, por primera vez después de
Ricardo Alterio, que lo había hecho tres veces, en carreras diferentes, un
sacerdote salesiano lograría una licenciatura en la universidad local.
—¿Cuál es el tema de la tesis? —le preguntó una
vez el Padre Frassato, el más anciano de la comunidad.
—Es muy complicado, Padre. Usted no lo
entendería.
El Padre Frassato no dijo nada y el Padre
Luciano enseguida cambió de tema. Saldría el fin de semana con la bicicleta y
los estudiantes de cuarto grado, entre los que se contaba Occhipinti.
—Estaremos en la casa de retiros de Carialinda
y desde allí saldré con los niños a intentar subir las montañas de La Entrada.
Será emocionante. Ya verán.
A su regreso, como solía pasar con este tipo de
salidas, el Padre Luciano y los niños formaban un grupo cada vez más compacto.
Cuando el Cardenal Ignacio y yo terminábamos de celebrar la misa de las seis de
la tarde (siempre, todos los días, concelebrábamos juntos, a las seis de la
tarde: era la segunda misa del Cardenal, la cuarta mía) los veíamos jugar
sentados en las escaleras que conducían a la parte nueva del colegio.
—Mira qué bien, es el club de ciclismo —decía
el Cardenal Ignacio y señalaba a los niños. Los había de todas las clases, pero
sin duda el más pequeño era Occhipinti, siempre al lado del Padre Luciano.
Gerardo tendría ya unos diez años, yo también
era su profesor (en esa época me encargaron las lecciones de ciencias de la
naturaleza) y en una ocasión debí intervenir porque un compañero del club de
filatelia (el club ciclista y el de filatelia eran los más numerosos y sus
miembros se creían en el deber de
enfrentarse entre sí) se burlaba de él.
—Marico, maricongo.
Lamentablemente un mes después volví a ver al
señor Occhipinti, el padre de Gerardo. En tono preocupado, vino a plantearme
ciertos cambios que había observado en su hijo en las últimas semanas.
—Está apagado, come spento. Ya no es el mismo y, cuando le hablamos del colegio,
siempre se pone a llorar. Quiero hablar con il
cardinale.
Por
eso caminé entre los bancos de la nave central y sólo detuve mis pasos
cuando, a dos pasos de la bufanda
amarilla que perseguía, escuché las palabras con que se iniciaba la
consagración:
—Tomad y comed todos de él —era la voz del
Arzobispo de Cumaná, el concelebrante ubicado frente al micrófono, en el centro
de todos.
Me arrodillé. Me tenía que arrodillar.
Occhipinti estaba tan cerca y yo tenía que arrodillarme. No tenía dudas. En ese
momento no tenía ninguna duda. El anciano que lloraba delante de mí, que fingía
que lloraba, era el asesino del Cardenal Ignacio y había acudido al funeral de
su víctima en un gesto último de crueldad o por esa amarga tentación que obliga
al culpable a regresar al sitio donde ha cometido su pecado.
Ese presentimiento no hizo más que acrecentar
mi ira y, paradójicamente, mi atención. Lo seguía con la mirada y con los
oídos. Todos mis sentidos lo perseguían, descubrían en su rostro las huellas
del martirio culpable y homicida, lo condenaban y conducían lentamente al
patíbulo. Muy lentamente, pacientemente, esperando la oportunidad adecuada para
denunciarlo públicamente y verter en su rostro el ácido cáustico de su
miserable crimen.
Llamé
al Cardenal Ignacio y Occhipinti pudo reunirse con él en su despacho. Treinta
minutos después de iniciada la reunión, debí entrar para anunciar a llegada del
Senador Vizcarrondo y el Cardenal me pidió que me quedase. Pude así observar,
como si se tratase de las últimas escenas de una película, el intercambio de
palabras con que se cerró la conversación.
—Se lo juro por mi vida. Lo que usted me ha
planteado es imposible. El Padre Luciano es uno de nuestros mejores sacerdotes.
Se trata seguramente de una confusión. Pronto usted verá que todo pasará y
Gerardo mejorará.
—Cardinale,
me quedo tranquilo porque me lo dice usted. Pero si no sería capaz de ucciderlo. Éste es un asunto muy
delicado.
—Asumo toda la responsabilidad. Usted no se
preocupe. De ahora en adelante, si piensa en matar a alguien, máteme a mí, pero
no será necesario —dijo el Cardenal Ignacio mientras le abrazaba para
tranquilizarle y despedirle.
Maldito.
Mil veces maldito de nuevo. ¿Cómo podía existir ser semejante? ¿De dónde había
salido tanto descaro, tanta desfachatez? No había dudas de nuevo. Se trataba
del asesino y a mí me resultaba imposible soportar su indolencia, su exagerada
maldad. Mis oídos no podían soportar más sus palabras, mucho menos su lengua
sarnosa tarareando el Padre Nuestro. Quizá la culpa de todo la tuvieran mis
oídos. Eso era, mis oídos. Ellos fueron quienes, luego de la eucaristía, lo
agarraron por las solapas de la chaqueta y le gritaron con furia ante el
asombro de todos.
—Tú eres el asesino, anciano hipócrita. Tú eres
el asesino del Cardenal.
Todas las miradas coincidieron inmediatamente
sobre nosotros y Occhipinti inició su huida luego de golpearme con fuerza en el
abdomen, justo en el plexo solar.
Lo
que Occhipinti le había planteado al Cardenal Ignacio era un tema muy delicado
y, sin embargo, no fue necesario insistir mucho para que me fuese referido. Era
más bien como si el Cardenal, a pesar de la seguridad mostrada ante el padre de
Gerardo, tuviese todavía en el fondo un poco de duda y necesitase una
confirmación ajena a su conciencia para salir de ella.
—Occhipinti cree que alguien puede haber
abusado de Gerardo. Habla del Padre Luciano.
—Pero, ¿por qué lo dice? —fue lo único que pude
preguntar.
—Dice que el niño está extraño, que llora mucho
y que ha escuchado en la heladería que el Padre Luciano es un sujeto muy raro.
¿Tú qué crees?
Ése fue uno de los momentos más importantes de
mi vida. Yo sabía ya muchas cosas del Padre Luciano. En varias ocasiones me
había tocado escuchar a los niños referirse a los experimentos de su tesis y
sabía que el asunto estaba relacionado con la masturbación.
—Me pidió que lo acompañara a su habitación y
luego me dio cinco bolívares por hacerme la paja mientras él escribía en una
libreta amarilla —me había contado
Cheché, un alumno de sexto grado durante mi primer año como sacerdote en
el colegio.
Yo entonces no supe qué hacer y me limité a
tranquilizarlo. Pero luego otros niños me volvieron a referir cosas parecidas.
—Luego de la excursión, nos invitó a ver una
película pornográfica y a cada rato nos preguntaba qué sentíamos.
Tampoco dije nada. Realmente no sabía qué
decir. Más o menos lo mismo me pasó ante el Cardenal Ignacio.
—¿Tú qué crees? ¿Eso puede ser cierto?
No sé si lo hice por miedo, si pensaba que
admitir la culpa del Padre Luciano era como admitir que yo también era culpable
por no haber dicho nada antes. Por eso otra vez callé.
—Es imposible, Padre. No puedo ni siquiera
pensar eso del padre Luciano —fue lo único que dije, lo que me atreví a
responder.
—Agradezco tus palabras —me respondió el
Cardenal y dio un suspiro de alivio.
Dos semanas después, el niño fue sacado del
colegio y lo mandaron a Italia. El último día vino su padre a recogerlo y
nuevamente pidió hablar con el Cardenal. Participé en la reunión y, con mi
silencio, sellé el acuerdo entre ambos.
—Yo me llevo al niño —decía el anciano
heladero—, pero usted debe sacar al Padre Luciano de aquí.
—Pero él no tiene nada que ver con todo esto
—replicó el Cardenal.
—No importa. Si no lo hace, usted lo pagará con
su vida.
Caí,
primero caí, pero inmediatamente me repuse y, al apenas incorporarme, comencé a
seguirlo. O fueron mis oídos los que lo siguieron. Lo único cierto es que Occhipinti, contra toda lógica posible, en
vez de correr hacia la calle, corría hacia el altar. Por eso, cuando llegamos
al púlpito me apoderé de uno de los micrófonos inalámbricos que el Cardenal
Ignacio había traído de su último viaje y mi voz se comenzó a escuchar a través
de los altavoces.
—Es el asesino, el asesino. El anciano de
bufanda amarilla es el asesino del Cardenal.
Occhipinti,
al ver que luego de escucharme los feligreses nos abrían paso, retomó la
huida hacia las puertas principales y Monseñor Luciano, el mismo Monseñor, se
despojó del alba y comenzó a correr detrás de nosotros.
—Asesino maldito, asesino maldito —gritábamos
los dos, prácticamente al unísono—. Tú eres el asesino del Cardenal.
Al
Padre Luciano lo mandaron inicialmente a Caracas y luego a Curazao. No
resultó extraño, porque a nosotros
siempre nos cambian de sede. Sólo los niños del club ciclista preguntaron por
él y, en sus preguntas, el Cardenal Ignacio, creyó ver pruebas de su inocencia.
—¿Viste cómo lo quieren y recuerdan?
Acostumbrado a callar, nada dije y, con el
tiempo, yo mismo me olvidé de las cosas que había creído saber. Incluso cuando
muchos años después encontré en el periódico una nota luctuosa de los empleados
de la Heladería Bolívar lamentando la muerte en Bologna de Gerardo Occhipinti.
Se la mostré al Cardenal y juntos rezamos por su descanso eterno. Era uno de
los nuestros, un ex-alumno del colegio. Tampoco cuando hace apenas tres semanas
el Cardenal me anunció que el Padre Luciano, ya Monseñor, regresaba con
nosotros.
—Vendrá mañana con el cargo de sub-director. Yo
me voy haciendo mayor y alguien tendrá que quedarse con esto —me dijo señalando
el patio de fútbol.
No objetamos nada ni él ni yo. No recordamos la
amenaza de Occhipinti ni la mirada lasciva de Monseñor Luciano y en mi memoria
ya no había espacio para los apuntes de su tesis inacabada. Así fue cómo el
Cardenal Ignacio firmó su propia sentencia de muerte.
Estábamos,
Monseñor Luciano y yo, a dos pasos de la bufanda amarilla y la multitud, en
lugar de entorpecer su tránsito, continuaba abriendo paso para contemplarnos
correr.
Casi alcanzábamos las puertas de lejana madera
y mi furia iba en ascenso a pesar del cansancio de mis orejas. Monseñor Luciano
pasó por la puerta derecha y el anciano por la central. Yo debía pasar por la
puerta izquierda pero me detuve ante el asombro de todos para verlos pasar.
—Occhipinti, Occhipinti —eran las palabras que,
entre jadeo y susurro, salían de la boca de Monseñor Luciano.
De improviso me sentí dueño de la más
insospechada verdad. Escuchándolo jadear era demasiado fácil recordarlo todo e
imaginarlo sodomizando al pequeño Gerardo. Por eso atravesé la puerta con pasos
lentos mientras la guardia de honor me miraba con extrañeza.
—Anciano hipócrita. Anciano hipócrita —apenas
gritaba mi voz incrédula todavía de la verdad que ya había tomado cuerpo
definitivo en mi cabeza.
—El asesino se escapa, Derio, el asesino se
escapa —comenzó a gritar a mi lado Monseñor Luciano.
—No importa, Monseñor. Él no es el asesino.
—¿Y entonces por qué has hecho todo esto?
¿Quién es el asesino? —preguntó su voz simulando preocupación por la
interrupción del Tedeum.
—Tú eres el asesino —le grité apenas a cinco
centímetros de su rostro baboso y, agarrándolo por el cuello, primero lo alcé y
luego lo empuje hasta el medio de la calle Anzoátegui, para que lo atropellara
un autobús destartalado que, a ciento veinte kilómetros por hora, venía de Los
Colorados e iba a Tocuyito—. No sólo mataste al Cardenal Ignacio. También eres
el asesino de Gerardo, de Gerardo Occhipinti.
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