26 ago 2018

Sacerdotes parecen ser




A expensas de mí mismo y como su cadáver junto a la acera pretende eternizarse en la mirada vidriosa de los transeúntes, confesaré que no me importa en absoluto su muerte y admitiré que estoy cansado de ver cómo las personas lamentan la muerte de aquéllos que poco o nada le importaron. Recordaré para todos, y creo que ése será el peor de los castigos, el momento de la ceremonia fúnebre del Cardenal Ignacio en que vi caminar entre los bancos de la nave central a un anciano de lentes oscuros y bufanda amarilla. Reconocí en él al padre de Gerardo Occhipinti, un alumno del colegio.

Gerardo Occhipinti. Cuando llegó al colegio tenía apenas cinco años. Era un niño dulce y avispado, hijo de los propietarios de la Heladería Bolívar que, como casi todos los italianos de la ciudad, mis padres incluidos, querían que su hijo estudiase con los salesianos del centro, en el Colegio Don Bosco. Los padres eran un poco mayores, fundamentalmente él, y cuando los entrevistamos para decidir la admisión del niño, recuerdo que hubo referencias a su condición de ex-alumnos.

—Yo también soy salesiano, soy ex-alumno —decía el padre. Hablaba muy bien en castellano y casi no se le sentía el acento—. Yo estudié en el mejor colegio salesiano del mundo, el de Turín, donde San Juan Bosco fundó el primer oratorio. Y ella —se refería a su esposa— iba con las monjas a la scuola de María Auxiliadora.

Ahora lo veía nuevamente, treinta o treinta y cinco años después, como si fuera un feligrés más, aproximándose al ataúd que contenía los restos del Cardenal Ignacio. Tendría seguramente más de ochenta años y parecía bastante deteriorado. Inicialmente sonreí, seguramente porque recordé a Occhipinti y los años que luchamos con él para que finalmente pronunciara la erre, pero después, inmediatamente después, la expresión de mi rostro cambió. No podría precisar por qué ni cómo lo presentí, pero así lo hice. Cuanto sentí y vi, aquello que imaginé, no podría formar parte de un manual de supervivencia. Se trataba simplemente, se sigue tratando aún, de cierta forma de intuición, el más valioso sentido de una persona que ha pasado más de la mitad de su vida escuchando miserias ajenas en el interior de un confesionario: el anciano de la bufanda amarilla, el padre de Occhipinti, era el asesino del Cardenal Ignacio, a quien un LTD negro había atropellado dos días atrás mientras salía del geriátrico, donde todas las mañanas celebraba la primera misa del día.



El Colegio Don Bosco estaba ubicado en el centro de la ciudad, a cuatro calles de la Plaza Bolívar y frente al antiguo hospital oncológico. Había tenido una época de oro cuando fue dirigido por Ricardo Alterio, que construyó el santuario y trajo a la ciudad los restos de San Desiderio, pero luego había decaído mucho.

Allí comencé la primaria y, apenas terminé sexto grado, me mandaron al Seminario Santa Rosa de Lima en los Teques. Regresé después, a los 23 años y ya sacerdote, con el encargo de ayudar al padre Luciano que era el consejero de todo el colegio y la mano derecha del Cardenal Ignacio, el director.

—Es un gran sacerdote —me dijo el Cardenal Ignacio, refiriéndose al Padre Luciano, quien entonces tendría unos cuarenta y cinco años—. Aprende todo lo que puedas de él y ayúdalo con el asunto de sus estudios.

—¿Qué estudios? —pregunté para no quedarme callado, pero también para escuchar la voz del Padre Luciano.

—Es que yo estudio pedagogía en la Universidad, mención orientación —intervino éste, como leyéndome el pensamiento, con una voz aceitosa que luego me acostumbraría a escuchar—. Tengo un proyecto de tesis que seguramente te interesará.



—Es el asesino, Monseñor —en los años transcurridos el Padre Luciano había sido nombrado Monseñor—. El anciano de bufanda amarilla es el asesino del Cardenal Ignacio— murmuré nerviosamente junto al oído izquierdo de quien ahora era el más que probable sucesor del prelado difunto.

Éramos apenas dos de los quince curas concelebrantes y, siendo los anfitriones, los otros sacerdotes, venidos de los colegios salesianos de todo el país, nos habían permitido concelebrar junto a la puerta de la sacristía, para no descuidar la logística del evento.

Aproveché su turbación para retirarme inmediatamente de la ceremonia y, con pasos rápidos, me dirigí hacia la sacristía, desde donde salí a la nave derecha por una de las puertas laterales. Estaba dispuesto a desenmascarar al padre de Occhipinti. Sentía que era mi obligación, el único deber todavía posible con quien tanto me había dado durante los primeros años de mi sacerdocio.

—Mi padre tiene en el garage de la casa un carro que nunca saca, un LTD negro —me había dicho alguna vez el pequeño Gerardo. Esas palabras de su hijo que inicialmente no había podido recordar con precisión eran las que me habían permitido identificarlo como el asesino del Cardenal Ignacio al apenas verlo.



El Padre Luciano había traído de Italia su bicicleta. Era una bicicleta de aluminio, quizás la más ligera de aquella época y con ella fundó el club ciclista. Había varios clubes en el Colegio Don Bosco. Uno era el club de filatelia, fundado por el Padre Ferronato. Otro, el de aves disecadas. Y otro, el de figuras de cera. Sin embargo, a partir de su fundación el club ciclista comenzó a ser el más frecuentado. Formar parte de él permitía ir a los retiros que el Padre Luciano organizaba los fines de semana en las afueras de la ciudad.

—Así yo hago ejercicio —decía él cuando durante la comida de los miembros de la comunidad planteábamos el asunto de los clubes—. Y por si fuera poco a veces recojo datos para la tesis.

La tesis del Padre Luciano era, se ve, un asunto importante en la comunidad. Si la terminaba, por primera vez después de Ricardo Alterio, que lo había hecho tres veces, en carreras diferentes, un sacerdote salesiano lograría una licenciatura en la universidad local.

—¿Cuál es el tema de la tesis? —le preguntó una vez el Padre Frassato, el más anciano de la comunidad.

—Es muy complicado, Padre. Usted no lo entendería.

El Padre Frassato no dijo nada y el Padre Luciano enseguida cambió de tema. Saldría el fin de semana con la bicicleta y los estudiantes de cuarto grado, entre los que se contaba Occhipinti.

—Estaremos en la casa de retiros de Carialinda y desde allí saldré con los niños a intentar subir las montañas de La Entrada. Será emocionante. Ya verán.

A su regreso, como solía pasar con este tipo de salidas, el Padre Luciano y los niños formaban un grupo cada vez más compacto. Cuando el Cardenal Ignacio y yo terminábamos de celebrar la misa de las seis de la tarde (siempre, todos los días, concelebrábamos juntos, a las seis de la tarde: era la segunda misa del Cardenal, la cuarta mía) los veíamos jugar sentados en las escaleras que conducían a la parte nueva del colegio.

—Mira qué bien, es el club de ciclismo —decía el Cardenal Ignacio y señalaba a los niños. Los había de todas las clases, pero sin duda el más pequeño era Occhipinti, siempre al lado del Padre Luciano.

Gerardo tendría ya unos diez años, yo también era su profesor (en esa época me encargaron las lecciones de ciencias de la naturaleza) y en una ocasión debí intervenir porque un compañero del club de filatelia (el club ciclista y el de filatelia eran los más numerosos y sus miembros se creían en el deber de  enfrentarse entre sí) se burlaba de él.

—Marico, maricongo.

Lamentablemente un mes después volví a ver al señor Occhipinti, el padre de Gerardo. En tono preocupado, vino a plantearme ciertos cambios que había observado en su hijo en las últimas semanas.

—Está apagado, come spento. Ya no es el mismo y, cuando le hablamos del colegio, siempre se pone a llorar. Quiero hablar con il cardinale.



Por eso caminé entre los bancos de la nave central y sólo detuve mis pasos cuando,  a dos pasos de la bufanda amarilla que perseguía, escuché las palabras con que se iniciaba la consagración:

—Tomad y comed todos de él —era la voz del Arzobispo de Cumaná, el concelebrante ubicado frente al micrófono, en el centro de todos.

Me arrodillé. Me tenía que arrodillar. Occhipinti estaba tan cerca y yo tenía que arrodillarme. No tenía dudas. En ese momento no tenía ninguna duda. El anciano que lloraba delante de mí, que fingía que lloraba, era el asesino del Cardenal Ignacio y había acudido al funeral de su víctima en un gesto último de crueldad o por esa amarga tentación que obliga al culpable a regresar al sitio donde ha cometido su pecado.

Ese presentimiento no hizo más que acrecentar mi ira y, paradójicamente, mi atención. Lo seguía con la mirada y con los oídos. Todos mis sentidos lo perseguían, descubrían en su rostro las huellas del martirio culpable y homicida, lo condenaban y conducían lentamente al patíbulo. Muy lentamente, pacientemente, esperando la oportunidad adecuada para denunciarlo públicamente y verter en su rostro el ácido cáustico de su miserable crimen.



Llamé al Cardenal Ignacio y Occhipinti pudo reunirse con él en su despacho. Treinta minutos después de iniciada la reunión, debí entrar para anunciar a llegada del Senador Vizcarrondo y el Cardenal me pidió que me quedase. Pude así observar, como si se tratase de las últimas escenas de una película, el intercambio de palabras con que se cerró la conversación.

—Se lo juro por mi vida. Lo que usted me ha planteado es imposible. El Padre Luciano es uno de nuestros mejores sacerdotes. Se trata seguramente de una confusión. Pronto usted verá que todo pasará y Gerardo mejorará.

Cardinale, me quedo tranquilo porque me lo dice usted. Pero si no sería capaz de ucciderlo. Éste es un asunto muy delicado.

—Asumo toda la responsabilidad. Usted no se preocupe. De ahora en adelante, si piensa en matar a alguien, máteme a mí, pero no será necesario —dijo el Cardenal Ignacio mientras le abrazaba para tranquilizarle y despedirle.



Maldito. Mil veces maldito de nuevo. ¿Cómo podía existir ser semejante? ¿De dónde había salido tanto descaro, tanta desfachatez? No había dudas de nuevo. Se trataba del asesino y a mí me resultaba imposible soportar su indolencia, su exagerada maldad. Mis oídos no podían soportar más sus palabras, mucho menos su lengua sarnosa tarareando el Padre Nuestro. Quizá la culpa de todo la tuvieran mis oídos. Eso era, mis oídos. Ellos fueron quienes, luego de la eucaristía, lo agarraron por las solapas de la chaqueta y le gritaron con furia ante el asombro de todos.

—Tú eres el asesino, anciano hipócrita. Tú eres el asesino del Cardenal.

Todas las miradas coincidieron inmediatamente sobre nosotros y Occhipinti inició su huida luego de golpearme con fuerza en el abdomen, justo en el plexo solar.



Lo que Occhipinti le había planteado al Cardenal Ignacio era un tema muy delicado y, sin embargo, no fue necesario insistir mucho para que me fuese referido. Era más bien como si el Cardenal, a pesar de la seguridad mostrada ante el padre de Gerardo, tuviese todavía en el fondo un poco de duda y necesitase una confirmación ajena a su conciencia para salir de ella.

—Occhipinti cree que alguien puede haber abusado de Gerardo. Habla del Padre Luciano.

—Pero, ¿por qué lo dice? —fue lo único que pude preguntar.

—Dice que el niño está extraño, que llora mucho y que ha escuchado en la heladería que el Padre Luciano es un sujeto muy raro. ¿Tú qué crees?

Ése fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Yo sabía ya muchas cosas del Padre Luciano. En varias ocasiones me había tocado escuchar a los niños referirse a los experimentos de su tesis y sabía que el asunto estaba relacionado con la masturbación.

—Me pidió que lo acompañara a su habitación y luego me dio cinco bolívares por hacerme la paja mientras él escribía en una libreta amarilla —me había contado  Cheché, un alumno de sexto grado durante mi primer año como sacerdote en el colegio.

Yo entonces no supe qué hacer y me limité a tranquilizarlo. Pero luego otros niños me volvieron a referir cosas parecidas.

—Luego de la excursión, nos invitó a ver una película pornográfica y a cada rato nos preguntaba qué sentíamos.

Tampoco dije nada. Realmente no sabía qué decir. Más o menos lo mismo me pasó ante el Cardenal Ignacio.

—¿Tú qué crees? ¿Eso puede ser cierto?

No sé si lo hice por miedo, si pensaba que admitir la culpa del Padre Luciano era como admitir que yo también era culpable por no haber dicho nada antes. Por eso otra vez callé.

—Es imposible, Padre. No puedo ni siquiera pensar eso del padre Luciano —fue lo único que dije, lo que me atreví a responder.

—Agradezco tus palabras —me respondió el Cardenal y dio un suspiro de alivio.

Dos semanas después, el niño fue sacado del colegio y lo mandaron a Italia. El último día vino su padre a recogerlo y nuevamente pidió hablar con el Cardenal. Participé en la reunión y, con mi silencio, sellé el acuerdo entre ambos.

—Yo me llevo al niño —decía el anciano heladero—, pero usted debe sacar al Padre Luciano de aquí.

—Pero él no tiene nada que ver con todo esto —replicó el Cardenal.

—No importa. Si no lo hace, usted lo pagará con su vida.



Caí, primero caí, pero inmediatamente me repuse y, al apenas incorporarme, comencé a seguirlo. O fueron mis oídos los que lo siguieron. Lo único cierto es que  Occhipinti, contra toda lógica posible, en vez de correr hacia la calle, corría hacia el altar. Por eso, cuando llegamos al púlpito me apoderé de uno de los micrófonos inalámbricos que el Cardenal Ignacio había traído de su último viaje y mi voz se comenzó a escuchar a través de los altavoces.

—Es el asesino, el asesino. El anciano de bufanda amarilla es el asesino del Cardenal.

Occhipinti,  al ver que luego de escucharme los feligreses nos abrían paso, retomó la huida hacia las puertas principales y Monseñor Luciano, el mismo Monseñor, se despojó del alba y comenzó a correr detrás de nosotros.

—Asesino maldito, asesino maldito —gritábamos los dos, prácticamente al unísono—. Tú eres el asesino del Cardenal.



Al Padre Luciano lo mandaron inicialmente a Caracas y luego a Curazao. No resultó  extraño, porque a nosotros siempre nos cambian de sede. Sólo los niños del club ciclista preguntaron por él y, en sus preguntas, el Cardenal Ignacio, creyó ver pruebas de su inocencia.

—¿Viste cómo lo quieren y recuerdan?

Acostumbrado a callar, nada dije y, con el tiempo, yo mismo me olvidé de las cosas que había creído saber. Incluso cuando muchos años después encontré en el periódico una nota luctuosa de los empleados de la Heladería Bolívar lamentando la muerte en Bologna de Gerardo Occhipinti. Se la mostré al Cardenal y juntos rezamos por su descanso eterno. Era uno de los nuestros, un ex-alumno del colegio. Tampoco cuando hace apenas tres semanas el Cardenal me anunció que el Padre Luciano, ya Monseñor, regresaba con nosotros.

—Vendrá mañana con el cargo de sub-director. Yo me voy haciendo mayor y alguien tendrá que quedarse con esto —me dijo señalando el patio de fútbol.

No objetamos nada ni él ni yo. No recordamos la amenaza de Occhipinti ni la mirada lasciva de Monseñor Luciano y en mi memoria ya no había espacio para los apuntes de su tesis inacabada. Así fue cómo el Cardenal Ignacio firmó su propia sentencia de muerte.



Estábamos, Monseñor Luciano y yo, a dos pasos de la bufanda amarilla y la multitud, en lugar de entorpecer su tránsito, continuaba abriendo paso para contemplarnos correr.

Casi alcanzábamos las puertas de lejana madera y mi furia iba en ascenso a pesar del cansancio de mis orejas. Monseñor Luciano pasó por la puerta derecha y el anciano por la central. Yo debía pasar por la puerta izquierda pero me detuve ante el asombro de todos para verlos pasar.

—Occhipinti, Occhipinti —eran las palabras que, entre jadeo y susurro, salían de la boca de Monseñor Luciano.

De improviso me sentí dueño de la más insospechada verdad. Escuchándolo jadear era demasiado fácil recordarlo todo e imaginarlo sodomizando al pequeño Gerardo. Por eso atravesé la puerta con pasos lentos mientras la guardia de honor me miraba con extrañeza.

—Anciano hipócrita. Anciano hipócrita —apenas gritaba mi voz incrédula todavía de la verdad que ya había tomado cuerpo definitivo en mi cabeza.    

—El asesino se escapa, Derio, el asesino se escapa —comenzó a gritar a mi lado Monseñor Luciano.  

—No importa, Monseñor. Él no es el asesino.

—¿Y entonces por qué has hecho todo esto? ¿Quién es el asesino? —preguntó su voz simulando preocupación por la interrupción del Tedeum.

—Tú eres el asesino —le grité apenas a cinco centímetros de su rostro baboso y, agarrándolo por el cuello, primero lo alcé y luego lo empuje hasta el medio de la calle Anzoátegui, para que lo atropellara un autobús destartalado que, a ciento veinte kilómetros por hora, venía de Los Colorados e iba a Tocuyito—. No sólo mataste al Cardenal Ignacio. También eres el asesino de Gerardo, de Gerardo Occhipinti.

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