A pesar de lo viva que es la fiesta
del toro en la provincia reconozco no haberla vivido como tal. Sin embargo, por
residencia y resiliencia, me toca ver la multitud a lo lejos. Los veo y no los
escucho. Es que están muy lejos y ni siquiera abro la ventana. Los veo
simplemente. Hace veinte años vestían de blanco, llevaban pañuelos rojos y
algún sombrero. Parecía, por culpa del polvo en la ventana y la precariedad novicia
de mis ojos, un cuadro de Sorolla pasado por aguarrás. En ocasiones se veía un
cuerpo volar. Cuando caía, a pesar de que no había escuchado ruido hasta
entonces, sentía el silencio y luego, siempre a través de la ventana, podía
percibir el alivio o el espanto, grito o suspiro. Al día siguiente la radio
enumeraba las costillas que se había roto el hombre y refería si había habido o
no traumatismo craneal. El diagnóstico se comentaba en la panadería, en el
trabajo, en el jardín, con los vecinos.
Después llegó el chándal. Estaba en
todas partes, también detrás del toro, delante y a los lados. En esa época
tampoco veía el animal. Solo la masa de tejidos acrílicos caminar hacia delante
y atrás, hacia los lados. Dejó de parecerse a Sorolla y, negro sobre blanco,
más bien me hacía recordar a Miquel Barceló, alguna cúpula bancaria apenas
pintada. Por si acaso aprendí a limpiar las ventanas y empecé a ir al
oftalmólogo. Igual. Lo que se veía era un conglomerado de telas oscuras y brillantes
que iban y venían. Pensé en alguna ocasión que el toro bien podría ser yo, yo
mismo, o que él y yo veíamos lo mismo. Más razones para no abrir la ventana a
pesar de respetar las costumbres de mis vecinos y mi disposición a atenderles
en caso de que mis servicios fuesen requeridos.
Ahora todo ha cambiado. Lo que veo es
una marejada de colores. Rojo, amarillo, azul celeste, negro y blanco. Verde
fosfito. Ropas estrechas. Mallas y zapatillas de running. Antes de la salida
del toro, parece que está a punto de correrse una maratón. Y es que quienes
acuden a la fiesta lo hacen con la misma ropa con que acuden al gimnasio, a la volta a peu, a los 10 K, a la maratón y
tres cuartos. Algo de razón llevan: vestir así es más cómodo y seguro, quizá también
resulta fashion. Cuando el toro sale,
la masa se mueve hacia delante y atrás, a la izquierda y a la derecha. Suben y
bajan frente a mis ojos. Dos pasitos p’alante y uno p’atrás. No puedo creer lo
que veo. Quizá el cristal está empañado, quizá la miopía ha aumentado. Ellos lo
distorsionan todo. Pero no, es la verdad. Está pasando a lo lejos, allá junto a
la plaza en la plaza. Es una clase de cross
fit o una sesión de zumba. Los
clientes del gimnasio se mueven a tope. Y el toro, señores, por culpa de la
vestimenta de los aficionados, el toro es el monitor. Sus ojos y sus cuernos
hoy dirigen el entrenamiento colectivo.
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