De vez en cuando aparece en la
consulta un paciente que dice odiar a los médicos y que rechaza todo lo que
tiene que ver con el ambiente hospitalario. Habría que esforzarse para
encontrar alguna diferencia con el profesional que lo atiende. Tiene manos y
pies. Puede también ser depositario de carisma y estudios. No siempre viene
obligado, lo que resulta paradójico. Pero igual aprovecha la primera
oportunidad que se le presenta para despotricar del entorno al que nos sentimos
especialmente vinculados desde las prácticas de la facultad; un edificio, un
discurso, para muchos un sistema, con el que hemos construido una relación de
pertenencia. Habla del hospital y es como si hablara de nosotros mismos. Así de
profunda y lacerante sentimos la herida. Dice que incluso a lo lejos le
disgusta: es por el color de las paredes. Construye al decirlo una paleta
infinita que va del blanco al azul pasando por el verde y el gris ya que salvo
el rojo y el negro colores los ha habido todos. Pero también por la
arquitectura particular: desde fuera el hospital parece un cajón, así dice, pero
dentro resulta que es un laberinto. Continúa con el olor. En su memoria se
mezclan, como si se tratase de la pócima de la bruja, gotas de alcohol, iodo,
asafétida, sangre, orín y lejía. Su recuerdo no considera que la mercromina,
igual que los dinosaurios, está desapareciendo. Es lo que hay. Habla también de
nuestras ropas. Dice que odia la bata blanca, que le produce rechazo y,
escudándose en algún texto divulgativo, incluso enfermedad. Habla desde la
memoria porque el médico que le atiende viste casaca y, hoy por un error del
ropero, de color azul. ¿Cuánto de E.R.
y Hospital Central hay en el discurso
que esgrime y multiplica? Mucho quizá. ¿Y de las fobias de Tony Soprano?
También, igual que quizá parte de la culpa la tienen las novelas de A. J.
Cronin o algún artículo de tono médico de Juanjo Millás o de Manuel
Vicent. Pero nosotros inevitablemente intuimos que la mayor parte de su rechazo
viene de dos temas estigmatizados, la enfermedad y la muerte. Dos temas que
hemos hecho nuestros cuando son ajenos, de los que nos hemos apoderado a través
de un sistema que permite que los manejemos con guantes, pinzas y ordenador.
Por eso y por la técnica adquirida con la formación y el trabajo al médico no
le hacen tanto daño. Pero a este paciente sí. Cuando se marcha deja como duda
si acaso hubo una experiencia primigenia: una primera visita al hospital en la
infancia, la enfermedad o la muerte de un ser querido. Esa vivencia que quizá a
nuestro paciente alejó de la clorhexidina a alguno de nosotros, al médico que
le ha atendido por ejemplo, le sirvió de acicate para acudir a la facultad y
hacer luego del hospital su casa. Esa es la única diferencia.
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Confesion finis
Sabiendo próximo su fin, el laureado escritor ordenó que le trajeran un sacerdote. Con la premura del caso el cura llegó. El moribundo daba sus últimos estertores rodeado de familiares y amigos. El cura pidió que, por favor, desalojaran la habitación y que los dejaran solos. Preparó todo y se sentó en la orilla del lecho. Con respiración fatigosa, mirada ansiosa y un rictus en la boca, el escritor le dijo:
--Padre… tengo que confesarle algo que me ha atormentado toda la vida. Algo por lo que me he odiado estos últimos años y que no me ha dejado vivir en paz.
--No te mortifiques, hijo, Dios perdona todos nuestros pecados si nos arrepentimos sinceramente de ellos. Dime, hijo, ¿qué te atormenta?
--Padre… la imagen, la metáfora… esa por la que me di a conocer mundialmente, esa que me catapultó a la fama, esa que tanto me celebran y que ahora odio tanto, padre, no es mía. Me la robé, la plagié…—dio el último suspiró y falleció.
El sacerdote le administró los santos óleos y lo miró por última vez. Luego le subió una mano que se le había rodado, producto de la fuerza de gravedad, y le colgaba, exánime, de un lado. Pensó en los libros de él que había leído y se preguntó: <<¿Cuál sería esa metáfora>> Salió de la habitación, atravesó el llanto de la sala y se despidió.
Ya en la calle, sacó de su portafolio un libro y lo echó en el cesto de la basura.
Autor: Pedro Querales. Del libro "¿Recuerdas la cayena que te regalé?"
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