10 dic 2018

Paganini



Desde pequeño adoro escuchar música clásica. Porque era el sonido natural de la casa en que crecí: mi tía o mi hermana tocando el piano y mi madre rascando el dial del radio de tres bandas hasta encontrar algún acorde de su Beethoven preferido. Luego descubrí un tocadiscos y, junto a él, dos vinilos que desde entonces me han acompañado: el Concierto Nº 4 para violín y orquesta de Nicolo Paganini y el Concierto en Mí menor de Mendelssohn. Por ellos, cuando debí escoger un instrumento en la Escuela de Música, escogí el violín y no el piano. Y por ellos y por la ruidosa vulgaridad del maestro Sienkewicks también lo dejé: sencillamente comprendí que nunca podría tocar la música que tanto me gustaba y que tenía más sentido seguir escuchándola. Eso es lo que he hecho desde entonces, hasta el punto de que no entiendo cómo estos vinilos todavía dan tanto de si y se siguen escuchando. Paganini y Mendelssohn. Con los años, he convertido el dúo en trío agregándole a Tartini, El Trino del Diablo. Los escucho una y otra vez, cada vez que puedo. Pero mi preferido es sin duda Paganini y su concierto Nº 4. No solo lo he escuchado muchísimas veces sino que nunca he dejado de sentir en él un juego amoroso entre el violín y la orquesta. Es, de hecho, la única pieza musical de mi vida en que, emocionado, me permito erigirme en director musical imaginario y con mi mano izquierda, a veces armada con un bolígrafo, en otras con una tijera de podar, inyectarle ritmo al violín de Arthur Grumiaux. Lo sigo escuchando en el vinilo original: una primera edición, registrada pocos días después de su reestreno en París, con la orquesta dirigida por Franco Gallini.



Esta es también una historia interesante, rocambolesca, que como la licuefacción de la sangre, se puede creer o no pero que es mejor creer. El concierto fue presentado por primera vez en Paris, en 1831, pero luego se perdió hasta que en 1936 un descendiente de Nicolo Paganini vendió un baúl con partituras manuscritas, una de las cuales advertía, en la caligrafía de su hijo Achille, que se trataba del Concierto Nº 4. Esta partitura llegó a las manos del coleccionista Natale Gallini quien vio que faltaba la parte correspondiente al solo del violín y, determinado, no descansó hasta encontrarla, entre unas partituras de un paisano suyo, Giovanni Bottesini. Si este pasaje resulta extraño y demasiado endogámico, el que viene lo será más todavía. Con el rompecabezas ya completado y, en ocasión del trigésimo quinto cumpleaños de su hijo Franco, Natale Gallini le obsequió a este la partitura, permitiendo así que Franco dirigiera a Arthur Grumiaux y a la Orquesta de Conciertos Lamourex el 7 de noviembre de 1954, interpretando en Paris el Concierto Nº 4 de Nicolo Paganini.


He escuchado otras versiones quizá más completas del mismo concierto, pero he decidido quedarme con la original y también creer el circuito gracias al que fue hallada la pieza. Escucharlo es uno de mis momentos preferidos y muchas veces he pensado que si alguna vez me llegase a encontrar en el paredón aquel, el de la muerte anunciada, y me fuese concedido un deseo, pediría volver a escucharlo. Eso sí, mucho cuidado: es necesario advertir que este concierto me gusta tanto que podría liberarme de mis heridas y, escuchándolo todavía, encontrar fuerzas para escribir otros cuartientos.

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