24 oct 2011

MaraVillas de Italia


Casi todos los recuerdos que conservo del año que me tocó vivir en Italia están vinculados a la comida a pesar de que yo en esa época creía que me dedicaba exclusivamente al trabajo. Había tenido mucha suerte, eso decían mis amigos, y un equipo de fútbol de la Basilicata me había contratado como médico deportivo. No voy a hablar del Cristo de Carlo Levi aunque mucho lo leí en esos días, pero tampoco de la pasta, los latticini, la buena carne ni los dulces exquisitos.
Quiero recordar en estas líneas dos maravillas que me permitió conocer Armando, el propietario del equipo, en cuya casa debía comer todos los domingos.
La primera: "la pesca col vino".




Mientras comíamos, después de la pasta y antes del segundo plato, zio Armando sacaba una botella de vino de su propia cosecha, retiraba el corcho y la ponía a respirar. Cuando las berenjenas y la carne ya habían desaparecido, llenaba las copas hasta la mitad y comenzaba a quitarle la cáscara a dos melocotones amarillos en un gesto repleto de respeto y cariño, por lo que yo tenía que abortar cualquier intento de higiénico reproche.
Vedi, si fa cosi —decía mientras hacía caer trozos de melocotón en cada copa—. Adesso, devi aspettare: due, tre, quattro minuti. Mientras el tiempo pasaba, probábamos los dulces que iban llegando a la mesa. Ya al final, antes del café —en verdad habían pasado, veinte o treinta minutos— cada uno cogía una cucharilla y empezábamos a sacar y comer los trozos de melocotón
Enriquecido, el melocotón había ganado al menos dos meses más colgado del árbol de la vida y se convertía de golpe y porrazo en el sabor más corposo de toda la comida. Lo masticábanos lentamente como si fuese la carne de un animal noble y a cada rato zio Armando interrumpía su rito deglutorio para cantar las maravillas de la fruta local.
Madonna mia, come è buona questa pesca.
Luego atacábamos el vino. Era como venir de vuelta, deconstruyendo el sabor del melocotón, también el del vino, convirtiéndolos a los dos en uva dulce pero con un toque ligeramente amargo y a nosotros en armadores de un barco ebrio, como un poema de Teófilo Tortolero.
Ti piace, vero?
Claro que sí, me gustaba muchísimo. Así, el rito podía multilplicarse por dos o tres.





—Pure oggi abbiamo mangiato —interrumpía la nonna y señalaba el café.
Sì, pure oggi abbiamo mangiato — repetía alguna voz en el fondo, quizás en la cocina.
Finalmente, era zio Armando quien cerraba cualquier intento de discusión y levantaba la sesión pronunciando las palabras mágicas de cada domingo:
Tarallucci e vino.
Ésa es la segunda maravilla a la quería referirme hoy. Tarallucci e vino. Los taralli —una suerte de rosquilleta torcida, pero mucho más sólida y especiada— mojados en vino. No se trataba de una nueva invitación a la comida, sino de que zio Armando usaba la expresión para señalar que todo había transcurrido bien, felizmente.
Se refería a una felicidad máxima, terrenal y sublime al mismo tiempo, la del goce de estar en la mesa conversando en familia y comer tarallucci e vino mientras el tiempo pasa, el tarallo se ablanda y el vino humedece sus poros y nuestras papilas.
Tarallucci e vino. Si los delanteros no se hubieran lesionado, el equipo no habría descendido a la Serie C y yo me habría quedado en sus sabores para siempre.


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