Con ellos tres, fui obligado a compartir veinticuatro horas alrededor de dos camas, la de ellos y la de mi hija. Todo el tiempo tuvieron el televisor encendido, jugaba cada uno con su celular y, además, uno de ellos sostenía un iPad.
Sin saber por qué recordé a dos psiquiatras (la de farmacología y el de historia de la psiquiatría) durante la residencia en Caracas. Propiciaban encuentros públicos, de cara a los residentes, e intercambiaban libros y películas. Con el tiempo habían adquirido fama de intelectuales, pero una vez durante un intercambio rápido la película se deslizó entre las manos de ella y cayó al suelo: Superman 2.
En la última hora de la convivencia obligada, caminé hacia una de las cinco pantallas. Para que el cuartiento tenga sentido, eso pensé, el adicto deberá estar haciendo una virguería, leyendo un artículo especializado, comunicándose con quién sabe qué instancia.
Me acerqué al padre de familia, le toqué el hombro fingiendo un saludo. Aproveche su extrañeza para meter un ojo en la pantalla que sostenía entre las manos: jugaba a romper pompas de jabón con una escopeta.
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