21 nov 2012

POMPAS FÚNEBRES


Mi suegra, qué duda cabe, era una mujer especial, pero murió en un momento en que, hablando de dinero, no estábamos en las mejores condiciones. Por eso tuvimos que recurrir a la funeraria más barata.
Los agentes fueron con nosotros siempre muy amables y, debo decirlo, el servicio prestado en todo momento no pareció distinguirse del que prestaban las otras funerarias.
En este tipo de cosas, como en todo, siempre hay categorías, pero mientras nos preparábamos para cremarla no eché en falta ningún detalle relevante. Algún amigo me había dicho que tuviera cuidado, que aquí siempre quieren joderlo a uno por extranjero y que en el negocio de las funerarias, donde todo es posible, así dijo, era mucho más que probable que me quisieran meter gato por liebre.
Yo estuve pendiente en todo momento y lo que vi más bien me dejó sorprendido por la pulcritud y el esmero con que los agentes lo hacían todo. Cuando hubo que sacar el cadáver de la casa, se pusieron guantes desechables y usaron mascarillas. Cuando fue necesario elegir el ataúd, nos permitieron escoger uno que en principio estaba fuera del presupuesto inicial. La sala que nos asignaron era bastante confortable: tenía cuatro sofás, aire acondicionado regulable, un libro de condolencias con un cd de música gregoriana en la cara interna de la contraportada, máquina de café y surtidor de agua. Nos resultó bonita, incluso acogedora. Las flores eran naturales y no había razones objetivas para pensar que fuesen recicladas. Como vieron que Raquel lloraba, nos regalaron un libro sobre el duelo escrito por la dueña de la funeraria. La escritura era impecable, al menos a mi entender, y los conceptos que más frecuentemente se leían estaban relacionados con la seriedad y la ética. Aceptaron que yo pagase incialmente sólo el cuarenta por ciento y, luego, al final del mes, el resto. Hubo momentos en que me sentí más abrigado por ellos que por los amigos que vinieron a presentarle sus respetos a mi suegra.
Llegando el final, se me acercó la dueña de la funeraria, la misma del libro, y me preguntó si queríamos responso o misa. Yo le dije que misa porque mi suegra siempre fue muy creyente y si en vida iba a misa todas las tardes me parecía justo que ya muerta tuviera una misa completa.
La mujer aceptó.
Si ustedes quieren misa, será misa.
No sé por qué, pero en ese momento recordé que antes, en la noche, uno de los agentes me había dicho que los curas de la parroquia siempre ponían problemas para venir a a la funeraria porque preferían que la ceremonia se relizase en la parroquia, pero que ellos ya habían resuelto el problema.
Me olvidé inmediatamente del asunto porque Raquel me llamó para que le diera un calmante y al rato ya se acercaba el momento de la misa y la cremación y todos comenzábamos a sentirnos peor vi que los hombres de la funeraria se dirigían hacia la sala de ceremonias.
Ya viene la cosa dijo Raquel refiriéndose a que ya se acercaban la misa y la cremación.
No te preocupes intenté tranquilizarla y salí del salón con la intención de buscar a los agentes y recordarles que luego necesitaría el certificado de defunción internacional.
Estaban, como había supuesto, en la sala de ceremonias. Cambiaban junto a un hombre obeso y disneíco la disposición de los muebles para que mirasen hacia el crucifijo y no hacia la ventana del horno crematorio. El desarreglo del hombre obeso, sudoroso y con un hematoma en la frente, desentonaba un poco con la capilla e incluso con los agentes, que iban de traje, como siempre.
Yo me quedé viéndolos desde la puerta y ellos, afanados, no me veían o no les importaba que yo los viera. Uno de los agentes le preguntó algo al obeso y éste le respondió en tono grosero.
¿Qué quieres que te diga? Yo aquí soy un empleado, igual que tú.
¿No será ese el cura? Eso fue lo que pensé mientras me retiraba discretamente y, aunque me respondí que era imposible, a los dos minutos me tuve que arrepentir porque, cuando nos hicieron pasar a la sala de ceremonias, allí estaba él, sudoroso todavía, gordo, gordísimo, vestido de sótana y detrás del pequeño altar. No pienses mal, coño, me dije a sabiendas que la paranoia es mi problema de siempre.
No pienses mal, me dije y me concentré en pensarlo. No pienses mal. Así, sólo así, pude concentrarme en nuestro dolor por la muerte de mi suegra y, a pesar de que desde hacía muchos años, no asistía a una misa, recordar el rito y responder era el único que lo hacía a las oraciones.
El hombre obeso me veía a mí directamente y, de una u otra manera, pudimos concentrarnos él, yo y la dueña de la funeraria que hacía de monaguillo para ofrecerle a mi suegra una misa decente.
A los dos días, la dueña de la funeraria vino a cobrarme el resto del servicio y no pude evitar preguntarle por él.
Murió, ¿sabes? Ayer mismo, de un infarto. Parece que tenía un problema de coagulación.
Lo lamento mucho —la noticia no me sorprendía: algo de la muerte había entrevisto yo en su disnea y en su gordura—. Pero, ¿era cura?
La mujer me dirigió una mirada especial —no sé por qué, en ese momento pensé que me propondría sexo—y buscó donde sentarse. Lo hizo en una de las sillas alrededor de la mesa del comedor y me invitó a sentarme junto a ella.
Pues no, realmente no. Alguna vez estuvo en el seminario y ahora a nosostros nos hará mucha falta uno como él —dijo sin siquiera mirarme antes de hacerme su verdadera oferta—. ¿Quieres el trabajo?
Acepté, claro que acepté. Ya lo había dicho, en aquellos momentos, hablando de dinero, no estámos en las mejores condiciones.

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