Mi
suegra, qué duda cabe, era una mujer especial, pero murió en un
momento en que, hablando de dinero, no estábamos en las mejores
condiciones. Por eso tuvimos que recurrir a la funeraria más barata.
Los agentes fueron con nosotros siempre muy amables y,
debo decirlo, el servicio prestado en todo momento no pareció
distinguirse del que prestaban las otras funerarias.
En este tipo de cosas, como en todo, siempre hay
categorías, pero mientras nos preparábamos para cremarla no eché
en falta ningún detalle relevante. Algún amigo me había dicho que
tuviera cuidado, que aquí siempre quieren joderlo a uno por
extranjero y que en el negocio de las funerarias, donde todo es
posible, así dijo, era mucho más que probable que me quisieran
meter gato por liebre.
Yo estuve pendiente en todo momento y lo que vi más
bien me dejó sorprendido por la pulcritud y el esmero con que los
agentes lo hacían todo. Cuando hubo que sacar el cadáver de la
casa, se pusieron guantes desechables y usaron mascarillas. Cuando
fue necesario elegir el ataúd, nos permitieron escoger uno que en
principio estaba fuera del presupuesto inicial. La sala que nos
asignaron era bastante confortable: tenía cuatro sofás, aire
acondicionado regulable, un libro de condolencias con un cd de música
gregoriana en la cara interna de la contraportada, máquina de café
y surtidor de agua. Nos resultó bonita, incluso acogedora. Las
flores eran naturales y no había razones objetivas para pensar que
fuesen recicladas. Como vieron que Raquel lloraba, nos regalaron un
libro sobre el duelo escrito por la dueña de la funeraria. La
escritura era impecable, al menos a mi entender, y los conceptos que
más frecuentemente se leían estaban relacionados con la seriedad y
la ética. Aceptaron que yo pagase incialmente sólo el cuarenta por
ciento y, luego, al final del mes, el resto. Hubo momentos en que me
sentí más abrigado por ellos que por los amigos que vinieron a
presentarle sus respetos a mi suegra.
Llegando el final, se me acercó la dueña de la
funeraria, la misma del libro, y me preguntó si queríamos responso
o misa. Yo le dije que misa porque mi suegra siempre fue muy creyente
y si en vida iba a misa todas las tardes me parecía justo que ya
muerta tuviera una misa completa.
La mujer aceptó.
—Si ustedes quieren misa, será misa.
No sé por qué, pero en ese momento recordé que antes,
en la noche, uno de los agentes me había dicho que los curas de la
parroquia siempre ponían problemas para venir a a la funeraria
porque preferían que la ceremonia se relizase en la parroquia, pero
que ellos ya habían resuelto el problema.
Me olvidé inmediatamente del asunto porque Raquel me
llamó para que le diera un calmante y al rato —ya
se acercaba el momento de la misa y la cremación y todos
comenzábamos a sentirnos peor— vi que
los hombres de la funeraria se dirigían hacia la sala de ceremonias.
—Ya viene la cosa— dijo
Raquel refiriéndose a que ya se acercaban la misa y la cremación.
—No te preocupes— intenté
tranquilizarla y salí del salón con la intención de buscar a los
agentes y recordarles que luego necesitaría el certificado de
defunción internacional.
Estaban, como había supuesto, en la sala de ceremonias.
Cambiaban junto a un hombre obeso y disneíco la disposición de los
muebles para que mirasen hacia el crucifijo y no hacia la ventana del
horno crematorio. El desarreglo del hombre obeso, sudoroso y con un
hematoma en la frente, desentonaba un poco con la capilla e incluso
con los agentes, que iban de traje, como siempre.
Yo me quedé viéndolos desde la puerta y ellos,
afanados, no me veían o no les importaba que yo los viera. Uno de
los agentes le preguntó algo al obeso y éste le respondió en tono
grosero.
—¿Qué quieres que te diga? Yo aquí soy un empleado,
igual que tú.
¿No será ese el cura? Eso fue lo que pensé mientras
me retiraba discretamente y, aunque me respondí que era imposible, a
los dos minutos me tuve que arrepentir porque, cuando nos hicieron
pasar a la sala de ceremonias, allí estaba él, sudoroso todavía,
gordo, gordísimo, vestido de sótana y detrás del pequeño altar.
No pienses mal, coño, me dije a sabiendas que la paranoia es mi
problema de siempre.
No pienses mal, me dije y me concentré en pensarlo. No
pienses mal. Así, sólo así, pude concentrarme en nuestro dolor por
la muerte de mi suegra y, a pesar de que desde hacía muchos años,
no asistía a una misa, recordar el rito y responder —era
el único que lo hacía— a las oraciones.
El hombre obeso me veía a mí directamente y, de una u
otra manera, pudimos concentrarnos —él,
yo y la dueña de la funeraria que hacía de monaguillo—
para ofrecerle a mi suegra una misa decente.
A los dos días, la dueña de la funeraria vino a
cobrarme el resto del servicio y no pude evitar preguntarle por él.
—Murió, ¿sabes? Ayer
mismo, de un infarto. Parece que tenía un problema de coagulación.
—Lo lamento mucho —la noticia no
me sorprendía: algo de la muerte había entrevisto yo en su disnea y
en su gordura—. Pero, ¿era cura?
La mujer me dirigió una mirada especial —no
sé por qué, en ese momento pensé que me propondría sexo—y
buscó donde sentarse. Lo hizo en una de las sillas alrededor de la
mesa del comedor y me invitó a sentarme junto a ella.
—Pues no, realmente no. Alguna vez estuvo en el
seminario y ahora a nosostros nos hará mucha falta uno como él
—dijo sin siquiera mirarme antes de hacerme su
verdadera oferta—. ¿Quieres el trabajo?
Acepté, claro que acepté. Ya lo había dicho, en
aquellos momentos, hablando de dinero, no estámos en las mejores
condiciones.
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