14 nov 2017

Maneras de llegar al hospital


El hospital está a un kilómetro y, al salir del tren, los médicos inician el recorrido. El pediatra lo hace en scooter: todas las tardes deja la vespa aparcada en la estación y, apenas llega, sube las escaleras, abre el cajón y mete la cabeza en el casco. Una pareja de rehabilitadores elige diariamente la bicicleta: usan la del municipio, como decía Jorge Luis Borges para referirse al agua del grifo. Los otros, la mayoría, van caminando: unos con maletín, otros con mochila, uno o dos con mochilas que parecen maletines.  Hay internistas, psiquiatras, cardiólogos, médicos de urgencias, preventivistas, neurólogos, otorrinos y neumólogos. También, eventualmente algún cirujano y uno o dos intensivistas. Ni siquiera las especialidades hacen grupo. La mayoría privilegia el caminar solo y, en caso de hacerlo acompañado, se trata casi siempre de encuentros casuales. Unas veces el otorrino acompaña los pasos del preventivista, otras del cardiólogo y algunas del psiquiatra: por poner un ejemplo.
Las divisiones comienzan al salir de la estación. Es necesario atravesar la ronda. La mayoría lo hace por el paso de cebra. Hay quien no: a la altura de la puerta lateral de la estación, aprovechando la hora y el hecho de que hay pocos coches, atraviesa y enfila directamente la cuadrícula. Quien elige el paso de cebra mayormente hace suya una vía directa: solo deberá cambiar de dirección dos o tres veces. Esa forma de llegar tiene en su contra el hecho de que al tratarse de calles principales el aire está impregnado de humo y vapores de combustible. Hay, sin embargo, una posibilidad de evitarlo: girar a la izquierda en la primera esquina y entrar en el barrio. A doscientos metros hay plaza y panadería: si el tren ha llegado a la hora se puede incluso permitir un café.
Quien no pisa el paso de cebra ha de hacer un camino más tortuoso y animado. Entra directamente en la cuadrícula y apenas a cien metros tiene un kiosco de periódicos. Cien metros más adelante, un parque infantil. Allí en ocasiones y a pesar de la hora un padre ojeroso le da patadas al balón en compañía del hijo porque quizá es la única coincidencia posible o simplemente lo ha prometido. El recorrido esquiva El Corte Inglés, pasa por debajo del balcón del poeta Joan Franco y luego de atravesar la avenida se funde con el camino de quienes han respetado el paso de cebra. Uno o dos giros pueden hacer más breve o más largo el recorrido y suele ser costumbre de los veteranos enseñarles a los compañeros nuevos el camino abreviado para continuar haciendo el largo tranquilamente.
A estas alturas, para llegar al hospital faltan apenas unos trescientos metros. Habiendo salido todos del mismo tren, sorprende la forma en que se han distribuido de espaciadamente sobre la acera, sin tropezar entre sí, sin siquiera acumularse. Podría decirse que no se conocen y que vienen de puntos diferentes del planeta. O que inician camino hacia hemisferios distintos. Comparten saber, circunstancia e incluso pacientes, pero en esos últimos metros apenas los une un pequeño detalle que solo se aprecia en invierno. Un mínimo, casi imperceptible movimiento de los primeros dedos de la mano derecha: la mayoría los frota procurando un ligero aumento del calor local para, al llegar al hospital, no hacer larga la fila frente al fichero. Si el recurso fallase y el tropel se volviese a acumular como a la salida del vagón, siempre será posible saludar al compañero de tren como si desde hace mucho no lo hubieses visto.

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