—Juéguese el cuatrocientos cuarenta y ocho —dijo para mi sorpresa la cajera de la panadería cuando terminó de darme el vuelto.
Yo le había pagado con un billete de diez mil y ella no sólo me daba dos o tres billetes y algunas monedas, sino que también un número para jugar en la lotería, como si supiera que yo estaba a punto de presentar un libro con textos ludopáticos.
—Gracias —fue lo único que dije. —Muchas gracias. Cuatrocientas cuarenta y ocho gracias.
—No hay de qué, mi amor. Pero que sea por la lotería de Caracas. En el sorteo de las once de la mañana.
—Okey —le dije esta vez y caminé torpemente hacia el carro: tenía que ir a lo del libro.
Antes de entrar en la autopista, el anciano que pide dinero en el semáforo me lo volvió a repetir. A cambio de las monedas que la cajera me había dado, claro.
—El cuatro cuatro ocho. Lotería del Táchira. Sorteo de las siete.
Eran las siete y cinco y el bautizo estaba pautado para las siete y media: ya lo de la lotería sería para el día siguiente. Era necesario llegar al museo. Que si patatín, que si patatán. Los saludos de rigor, algún discurso. Se trataba de una presentación colectiva y el único libro ludopático era el mío.
Mientras presentaban la colección, como había mucha gente y demasiado calor, me senté junto a las plantas, aproximadamente a diez metros de la tarima.
Inmediatamente se acercó una morena, interesante aunque con el pelo teñido de amarillo y un libro de Fernández Retamar en la mano izquierda.
—¿Puedo? —apenas dijo en lo que yo entendí como una pregunta destinada a saber si podía sentarse a mi lado..
—Claro, ¿cómo no? —le dije apretando las piernas y haciendo desaparecer los codos.
Ella se sentó y comenzó a abanicarse con el libro. Luego lo colocó sobre sus piernas, lo abrió y se detuvo en una página en blanco, donde estaba garabateada la dedicatoria.
—¿Es del autor? —le pregunté.
—No sé, el libro no es mío, es del amigo con que vine —dijo mostrándome un centímetro de papel donde decía clarito: “Retamar”. —¿Tú también lees?
—Un poco, sí.
—¿Y escribes?
—Un poquito menos.
—¿Y tienes suerte?
Le iba a responder, pero en seguida me llamaron para que me tomara una foto con el libro en la mano, como si fuera un diploma.
A los dos minutos regresé.
—Tengo suerte a veces, depende de la compañía —le dije pensando en un amigo que siempre ocasiona desgracias, verdaderas desgracias.
—¿Y llevas dinero contigo?
—Es posible, creo que sí.
—Entonces llévame a un bingo.
—¿Y tu amigo?
—No importa, yo le devuelvo el libro.
Todavía no sé muy bien por qué, pero inmediatamente salí del museo con la morena de pelo pintado. Retroceso, primera, segunda, en apenas cinco minutos llegamos al bingo y, en uno más, estábamos junto a las maquinitas.
—¿Tú sabes que en el libro casualmente se habla de estas máquinas?
—Ah, ¿sí? Yo me voy a meter en esta máquina.
La máquina en cuestión estaba decorada con carritos y flores.
—Si me tocan los tres carritos, me da quince jugadas gratis —dijo mientras metía el segundo billete en la ranura tragabilletes.
A mi lado, un desdichado peleaba con una máquina llena de muñequitos de Disney:
—Que me toquen tres Barneys, por favor. Que me salgan los tres Barneys.
No pude evitar girarme completamente para ver su rostro.
Lo que vi justificaba la visita al bingo. Era mi profesor de historia de la psiquiatría, un médico de Maracay que se había educado vendiendo panelas de San Joaquín.
Fingí no reconocerlo y continué dándole dinero a la morena de pelo teñido.
Cuando el dinero estaba a punto de acabarse, aparté un billete de veinte y lo introduje en uno de los bolsillos de la chaqueta.
—¿Por qué haces eso, papi? Mira que trae mala suerte.
—No te preocupes, mi vida. Es para pagar el estacionamiento —le dije pensando que antes de doce horas jugaría el vuelto al cuatrocientos cuarenta y ocho.
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