Reconozco que soy doblemente culpable. En primer lugar, porque los talleres intensivos de narrativa no debieron ser algo más que una eventualidad en mi vida y yo los convertí en un modus vivendi: tenía por lo menos diez años dictándolos, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, como si se tratase de un espectáculo de circo y, para dictarlos, había prácticamente dejado de escribir y, por no escribir, los talleres eran mi única fuente de ingresos. En segundo, porque ese día, el 10 de diciembre del año pasado y de mis culpas, yo debía dictar un taller de ocho horas en V. y, aunque mi cuerpo y mi barba entrecana se encontraban allí, en una de las aulas del Ateneo, frente a cuatro o cinco personas interesadas en recibir un diploma de escritor esa misma tarde, mis ideas se encontraban en otra parte, navegando en un proyecto de texto que nunca llegaría a escribir.
Algo de ese texto, que en mi mente era un homenaje cibernaútico a los amigos, ha debido llegar a los talleristas, porque al apenas comenzar la segunda hora, después de haber culminado el recuento histórico y de haber leído el decálogo de Quiroga, Antonio, el calvo de aproximadamente treinta y cinco años que inicialmente se había presentado como profesor de física, me interrumpió diciendo:
—Podríamos escribir el cuento más buscado, el texto más pinchado en internet.
Sonreí ingenuamente. En uno de los primeros talleres que dicté, una muchacha italiana había dicho que su objetivo era ser famosa. Lo de Antonio me pareció que iba por el mismo lado, aunque con cincuenta kilos y muchísimos centímetros más. Acto seguido, intenté rectificar:
—Hablaba, pensaba en voz alta más bien, sobre un ... — mi intención era poner el ejemplo de mi amigo Orlando Chirinos pero nuevamente fui interrumpido. Esta vez era la morena del lunar, médico de profesión, de aproximadamente veintisiete años.
—¿De las múltiples formas que su nombre adquiere en los buscadores de internet?
—Precisamente. Orlando Chirinos, a pesar de ser un nombre poco común, existen muchos: un escritor en Venezuela, un sindicalista en México, un taxista en Guatemala.
—Sí, pero me parece haber entendido que la idea de Antonio es otra —la que intervenía esta vez era Audrey: cuarenta y siete años, ama de casa, madre de tres hijos, obviamente defendiendo a Antonio.
—Exactamente, ya veo que Audrey me ha pillado la idea. Yo lo que estoy pensando es en escribir un texto que tenga las palabras más buscadas: Britney Spears, Jennifer López, Michael Jackson, pederastia, sexo gratis, Daddy Yankee, bajar canciones gratis, Miss Universo desnuda, películas gratis. La gente metería estas palabras en los buscadores y ellos los remitirían al texto.
—Lo podríamos escribir entre todos —propuso la del lunar.
Yo intenté aprovechar la oportunidad para pensar que fumaba un cigarrillo y advertir a los talleristas que de eso hablaríamos luego, que el cadáver exquisito era un tema a tratar, un ejercicio a desarrollar en la penúltima hora del taller pero, aunque me dejaban hablar, lo que yo decía era ya muy poco importante para ellos.
Como si ya hubiesen recibido el diploma intensivo, discutían el nombre que le asignarían al autor del cuento que escribirían entre todos. Estadísticas en mano, aportadas por Antonio, que para algo era físico, descartaron Juan, Pedro y Antonio. El autor se llamaría Francisco porque éste era según Antonio el nombre con más apariciones en internet. Y Rodríguez por la misma razón.
Ya yo había pasado del deseo de fumar a sostener un cigarrillo encendido en la mano derecha. Y los talleristas estaban haciendo la lista de expresiones que el texto debía contener. Antonio propuso Los Simpsons. Audrey insistió en que el texto debía contener la expresión “cómo ganar dinero”. La morena, que se llamaba Estela, inicialmente propuso tres referencias literarias —la Biblia, Don Quijote y Antonio Gala— pero luego cambió de tono: aumento de pechos, liposucción, buscar pareja, todo gratis.
Fue en ese momento cuando me di cuenta que yo ya había dictado el taller en esa ciudad, aproximadamente nueve años atrás, y que Antonio y Audrey, también Estela, quien a pesar del lunar y el título de médico era la italiana con ganas de ser famosa de los primeros talleres, habían sido entonces los únicos talleristas.
Decidí salir del salón, para hablarlo con la coordinadora de los talleres e incluso pensar en la posibilidad de no volver a dictar el taller, de cambiar de aires y finalmente cerrar ese ciclo de mi vida.
María Gabriela fue muy contenedora y, viéndola bien, pude recordar que la había visto y sentido nueve años atrás: igual de contenedora. Por eso la invité a almorzar en el restaurante italiano, del que de repente recordé los profiteroles.
Cuando regresé, los talleristas ya se habían ido, pero sobre la mesa habían dejado la dirección de un blog que consulté desde el mismo ateneo. Tal cual lo había imaginado, habían terminado el texto y lo habían publicado en el blog bajo el título “Francisco Rodríguez, autor del cuento más pinchado de la web”. ¿El autor? Los hijos de puta no se habían atrevido a colocar sus nombres y habían preferido colocar las once letras del mío.
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