—Ya tengo treinta y cinco años. De ahora en adelante me dedicaré de manera exclusiva al cuidado de mis faneras —dijo en el trabajo al presentar la carta de renuncia y al jefe del Departamento le pareció una misión tan importante que ordenó duplicarle las prestaciones.
A partir de entonces y en honor de la verdad, ya que de hecho sólo eso hacía, dijo lo mismo en el banco, donde le otorgaron una nueva tarjeta de crédito; con los hermanos, quienes finalmente hicieron la repartición de bienes que tenían trabada desde la muerte de los padres; y ante las mujeres que iba conociendo, cuyo interés creciente lo convirtió en el soltero más cotizado de la ciudad.
—Debe ser por el cabello tan largo que te gastas, pero también deberían considerar otras cosas —se atrevió a decirle algún amigo, obviamente envidioso de la fortuna que lo envolvía, señalando las curvas de sus uñas, tan largas como limpias.
—Yo me dedico exclusivamente al cuidado de mis faneras —decía él a diestra y siniestra mientras sus haberes y su fama de hombre próspero y trabajador seguían creciendo. Creciendo y creciendo.
Fue sólo a los setenta y seis años cuando en ocasión de un programa de televisión que le dedicaban un periodista desenfadado le preguntó:
—Pero, ¿qué son las faneras? ¿De qué habla usted cuando dice que ha dedicado toda su vida al cuidado de sus faneras?
—De uñas y pelos, hijo mío. De uñas y pelos. Nunca nadie ha dicho lo contrario.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario