No
se trató de un acto de magia ni de ilusionismo. Tampoco fue víctima
de secuestro alguno.
Simplemente dejó de llamarles por teléfono y no respondió una
carta y dos e-mails.
A partir de entonces, ya había desaparecido.
Era como estar muerto.
Ellos, sus amigos, obviamente, lo ayudaron a sentirse así.
Si se topaba con alguno, en un centro comercial o en una parada
de autobús, lo miraba como si hubiera visto alguien que se le
parecía mucho.
Si sus textos aparecían en una revista, eran leídos y
publicados como si se tratara de un homenaje que bien podía ser
póstumo.
Si su carro chocaba o aparecía como robado en las páginas del
periódico, hablaban de la edición del día como de un periódico
viejo.
Supo de uno que, en el cementerio, estuvo preguntando por su
tumba. Le recomendaron ir a la morgue o a la facultad de medicina:
«Cátedra de anatomía, sala de disecciones».
Una ex–novia
(Ana Conda) preguntó en el aeropuerto, en la estación de trenes.
Un ex–compañero de clases lo buscaba entre los mendigos de la
ciudad. Fue quien más se acercó a lo que en verdad pasaba porque la situación
económica era crítica: las editoriales habían dejado de depositar
los derechos, que siempre fueron exiguos, y en una ocasión que
intentó cobrar un cheque que se había hecho a sí mismo las sirenas
sonaron y alguien amenazó con llamar la policía.
Él nunca hizo nada por cambiar la situación y, como cada vez
estaba más delgado, es posible decir sin faltar a la verdad que a
partir del momento en que desapareció de la vida de sus amigos fue
desapareciendo.
El desaparecido. Fotografía de Uncor Netto Diama Rena. Reproducción autorizada por el autor.
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