
¿Es posible vivir sin un buen quiosquero? Quizás sí, pero morir seguramente no. Un quiosquero, un buen quiosquero, te da los buenos días y, en su voz, percibes que han pasado otras veinticuatro horas. Se envejece día a día de su mano y, a partir de la naturalidad con que te vende las noticias del día, se entiende que nada (terremotos, bombas, rúpturas y decretos) nada importa si puedes ir otro día a depositar una moneda frente a sus ojos llevándote a cambio un manojo de papeles. Los papeles, las letras, nada valen. Vale el saludo y la fe de vida que el intercambio significa. Así ha sido mi vida de relación con los quiosqueros, con los buenos quiosqueros, desde el primer periódico que compré, a los doce años, en Naguanagua. Me lo entregó Domingo, a quien llamaban "El Turco". Ya desde el primer sábado comenzó a darme noticias de sí. Yo le daba un bolívar, él me entregaba El Nacional y, por si fuera poco, me contaba que en una ocasión había sido jefe del entonces alcalde de Valencia. Con él estuve por lo menos diez años. Luego llegó Leonardo, en Barcelona: hijo de italianos y nacido en Cantabria, hablaba con acento sureño, del Sur del Sur. "Es que mi familia tiene intereses en Argentina". Era muy solidario y, cuando se enteró de mis pretensiones literarias, intentaba presentarme como escritor ante una anciana editora que todos los días se me adelantaba en la compra de El País. De Salerno, en Italia, recuerdo a Ciro que me saludaba con un grito cada vez que yo pasaba frente a su quiosco, en Via Arce, comprase o no La Repubblica. Luego, cuando regresamos a Caracas: Anastasia, una anciana negra e inmensa que me vendía periódicos viejos e intentaba proponerse como una opción cada que vez que se enteraba que Giuliana había regresado a Italia. De nuevo en España, Reyes, en la ciudad de las ciencias: amable y convincente, hasta el punto de colarme la Biblioteca Completa del Psicoanalisis. Ahora tengo a Isidro, en el Hospital General de Castellón. Irónico y distímico, cada vez que le pregunto cómo está, responde casi sin mover los labios: "Mal". "Qué bien", es la respuesta que sé que espera y a veces se la doy. Isidro es gordo, melenudo y barbudo. Habla poco, pero sé que sabe de música, literatura, política y, fundamentalmente, de excepticismo, que en él es una mezcla de conocimiento, partido político y religión. Cuando me ha visto agobiado durante alguna guardia, se ha hecho pagar el periódico pero no la chocolatina: "Es un regalo, para que mejores". Ése no es, ni mucho menos, el límite de su generosidad. El otro día he sabido que a un mutuo amigo, traumatólogo escrupuloso, le permite que se lleve sin pagar las novedades literarias del estante giratorio. El traumatólogo los lee sin mancharlos y a los cinco días los regresa impolutos. "Tú también te los puedes llevar, si prometes cuidarlos". No sé si aceptaré, porque a veces leyendo se me escapan algunos líquidos, pero lo pensaré. Si finalmente acepto, aquí lo juro, acuñaré el término isidriano y, en su honor, en honor de Isidro, colgaré un post: "Elogio de Isidro, quiosquero de mi hospital".