Camino, hablo, escribo, envejezco y amo
como un hombre del siglo pasado y, por si fuera poco, nací en los
alrededores de la visita lunar. Debo ser, soy entonces, sin que sea
posible la duda, un hombre del siglo pasado y, admito, lo vivo y digo
con orgullo. Además, el tiempo y las canas me han hecho amigo de las
anécdotas, las pequeñas historias, los recuerdos. Y cuando han
pasado más de diez, once o doce años del hecho lo digo sin ambages:
"Fue en el siglo pasado". El interlocutor mayormente
muestra su sorpresa. "¿El siglo pasado?". Pues sí, el
siglo pasado, ahí mismo, en la vuelta de la esquina, pero caminando
hacia atrás. De allí vengo y mayormente venimos. Mi siglo, como el
de Günter Grass. Con sus guerras, incluyendo la fría. Con sus
bombas. Con sus genios. Con sus pintores. Con sus novelas. Con la
luna como aspiración, visita falsa o verdadera. Ese siglo, el mío,
me gusta cada vez más. Mucho, muy mucho. Y no es un asunto de
nostalgia. Jamás de los jamases. Por nada del mundo aceptaría tener
veinticinco años nuevamente. Pero privilegio la motivación aunque
sea positivista a la puta desesperanza, Einstein a Steve Jobs,
Muhammad Ali a Cristiano Ronaldo, la OPEP a Al Qaeda, un
radioaficcionado hipotecándose para comunicarse con el mundo a una
multitud escribiendo huevadas en facebook simplemente porque resulta
demasiado fácil hacerlo.
Reconozco que lo ideal sería integrar
una noción con la otra y encenderle una vela con la mano izquierda a
Einstein y con la derecha otra a Steve Jobs. Y así sucesivamente.
Una actitud semejante sería altamente recomendable para una persona
de mi edad que, necesariamente, ha de vivir a caballo entre estos
dos burros, pero el intentarlo resulta cada vez más difícil.
Sobretodo porque no se trata de que uno sea mejor que el otro. Ni que
todo tiempo pasado fue mejor. Ni que el futuro beneficia. Nada de
nada. Se trata de una elección personal. A mí, personal y
particularmente, me gustaba el teléfono con cable. Pues ya
prácticamente no existe. Me gustaban las cabinas públicas que usaba
para hablar con las novias. Pues no existen tampoco. Me gustaba
escribir cartas y llevarlas al correo. Pues hacerlo casi constituiría
una conducta extraña. Me gustaban los mapas, abrirlos cuan largos
eran y detenerme a escrutarlos bajo las farolas. Otra conducta
extraña. Me gustaba llegar a los pueblos y preguntarle al primer
vecino qué debía hacer para llegar a tal parte. Otra cosa
imposible. Adoraba los libros familiares de recetas de cocina. Más
raro todavía. Pero fundamentalmente me gustaba generar una duda y
tener que esperar para satisfacerla. Así la duda crecía. Pues eso
tampoco sería posible ahora porque aunque se pretendiera, al apenas
mencionar la duda, el primer amigo bienintencionado se creería en el
deber de ayudar, abriría un dispositivo electrónico e
inmediatamente sepultaría la duda con el resultado de un partido de
fútbol, el significado de la palabra "escíbalo" o la
temperatura que el primero de enero hacía en Madagascar.
Esa duda, la posibilidad de incubarla,
de llevarla conmigo un tiempo, hacerla crecer, convertirla en una
excursión a la biblioteca, en la compra de un libro, la visita real
a un museo o un viaje es lo que más me gustaba de mi siglo, el
pasado. La duda era su sino, su maravilla. La duda y el viaje en
avión. En aquella época, nadie lo recuerda ya, el viaje aéreo era
un acto distin... Pero, ¿para qué voy a escribir más? Introduzca
las palabras "siglo" y "pasado" en el buscador
más cercano e inmediatamente podrá recordar cómo se vivía en el
siglo XX.
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