26 oct 2015

Tumbado bajo la sombra de un piano


Lo natural en la familia era ser pianista porque había un piano en cada rincón de la casa. En la sala dos verticales y uno de cola completa. En una habitación que tenía el presuntuoso nombre de "salón de los músicos", dos de media cola y un mueble que sostenía pequeñas esculturas con los creadores musicales más importantes de los últimos tres siglos. Guardábamos además en el depósito del fondo un órgano de iglesia, pequeño para una catedral pero grandísimo para una vivienda familiar. Estaba allí mientras hacían la reforma de la iglesia, que ya  llevaba por lo menos quince años. Mi abuela, mi madre, mis tíos y mi hermana los limpiaban, pulían, afinaban y tocaban. Todos menos yo que a los siete años me había trabado con las escalas del Hanon. No era que no me gustase la música, me encantaba, pero sabía que lo mío no era ejecutarla ni crearla. Prefería escucharla: en la casa se escuchaba música buena en todo momento. Si ninguno de los pianos estaba siendo tocado, se ponían los discos de la orquesta de Von Karajan o se escuchaba la radio. Obviamente, sólo música clásica, sin que importasen, sin que pudiesen importar las protestas de los vecinos. Además, se veía la música. Una de las imágenes más hermosas que atesora mi memoria es la espalda de mi abuela encorvada sobre el piano: sus dedos artrósicos acariciando el teclado, su cabellera blanca agitándose cuando alcanzaba el clímax de una sonatina. Se olía. Esa madera que en mi casa venía de tan lejos tenía olores especiales que se multiplicaban con el tiempo, con los aceites, con los paños que cubrían los instrumentos y con los sacos de perrubia que un primo violinista dejaba olvidados en los rincones. Pero yo era especialista en sentir la música. Me tumbaba como un gato bajo los pianos y sentía la vibración de las cuerdas. Mi tía tocaba a Chopin y todo dentro de mí se movía. Mi hermana ensayaba la “Patética” de Beethoven y mis piernas temblaban como si fueran resortes. Algunos de los músicos familiares protestaban, pero mi abuela me lo permitía todo. “Déjenlo que ésa es su forma de vivir la música”. “Pero parece más bien un gato”, decía mi hermana. “Déjenlo. Denle algún libro, quizá leyendo no tiembla tanto”.
Fue así como empezaron a dejarme libros bajo los pianos. Y yo comencé a leer y dejé de temblar. Tumbado bajo  la sombra de un piano pasé de gato a lector y, casi sin darme cuenta, con el tiempo me fui haciendo escritor.

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