18 abr 2016

La lección de Eco



Dos días antes de su muerte real, soñé que Umberto Eco moría bajo la sombra infinita de una morera. El detalle cronológico me permitió adelantar a todos y, cuando se abrió su testamento, yo ya estaba organizando, siempre en el sueño, unas jornadas en su honor. De un lado estaban los peces, que defendían el valor de El nombre de la rosa. Del otro, los cartílagos. Yo era uno de éstos a pesar de lo mucho que en su momento disfruté la novela y su película. Defendíamos los ensayos, la idea de que la mayor contribución de Eco se encontraba en sus ensayos, no en su narrativa, tampoco en sus recomendaciones para terminar la tesis. De hecho estaba a punto de leer un texto sobre Dolenti declinare cuando, de repente, anunciaron la prohibición. Primero sonó una trompeta. Luego la voz de un gigante: en su testamento, Umberto Eco solicitaba  que en los próximos diez años no se promoviesen homenajes ni celebraciones en su nombre o memoria. Aunque tenía cuarenta y ocho horas de ventaja y el percal todo vendido suspendí la programación y esta vez fui yo quien fue a reposar bajo la morera. Sin morir, claro, pero tampoco sin despertar. No había siquiera roncado cuando una hoja cayó sobre mi cabeza y, al cogerla, vi que traía mensaje: “quizá dentro de diez años nadie sepa quién es Umberto Eco”. Mira qué morera más sabia y estudiada. Una morera lectora, admiradora de Eco. Una morera universitaria.  “Y no tendría nada de malo”, agregó un gato que suele merodear esos terrenos esperando pájaros y ratones. Del gato sé que no es sabio y que nunca ha pisado la universidad. Es un holgazán empedernido. Habla por hablar y si esta vez acertó fue casualidad, pura casualidad. Fue entonces cuando comprendí que me había adelantado un poco y que, para organizar el evento, debía haber esperado por lo menos treinta y dos días. Mis cuarenta y ocho horas, que inicialmente eran ventaja, se convirtieron en desventaja: qué pena. Pero mejor todavía: entendí que la literatura no tiene nada que ver con homenajes ni actos, que no se escribe ni se lee para trascender, que nada o muy poco trasciende y, si lo hace, no depende de la intención primigenia. Que se escribe para disfrutar y comunicar. Umberto Eco, el hombre que lo sabía todo, lo dijo, lo quiso decir en su testamento.

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