5 abr 2016

Intervenidos


Armado de lámparas y pinceles, el fotógrafo de mi infancia, todo un adelantado de su tiempo, logró darle un carácter borroso a las fotos que (se pretendía) registrarían los primeros gestos de mi vida y la de mi hermana. Por su culpa y por los años que han pasado desde entonces, el recuerdo que tengo de esa época es difuso e impreciso como un sueño. En él, las fronteras no existen, los bordes se pierden y la cortina del fondo de su estudio (que era verde, bien lo recuerdo), cambia permanentemente de color y se convierte en mar,  cielo o montaña según el estado de ánimo (¿la inspiración?) de las manos que habían alterado la realidad, eliminándola casi, haciendo prácticamente inútil el uso efectuado de las que entonces eran las cámaras fotográficas más modernas de mi Valencia natal. Consecuencia de su pasión intervencionista, fueron dos cosas. En primer lugar, el rumor de que sus fotos no eran tales sino retratos ya que (se dijo una vez y mucha gente lo creyó así para siempre) para ahorrar dinero la cámara carecía de carrete y su trabajo era pictórico, no fotográfico. En segundo, unos lunares en las mejillas y el cuello que nos regaló en su obra a mi hermana a mí y que, sin que sea necesario decir cómo, mis hijos han heredado realmente. De esos lunares quería hablar hoy. Por años han sido importantes para la familia y los niños mismos. Cuando mi madre llama, pregunta por ellos, no por los niños. Cuando los despierto los fines de semana, lo primero que hago es ver sus lunares. El dermatólogo los controla semestralmente y en ellos también se ha fijado el fotógrafo del colegio. "Qué lunares más guapos tiene tu hijo", me dijo cuando el mayor iba a primer grado. Este fotógrafo es un genio del retoque, un portento del photoshop, del photoscape y del paintshop. Si no acude la mitad de la clase a una sesión de fotos, es capaz de hacer la foto con la mitad presente y, a los dos días, presentar la imagen con la clase completa. En sus fotos, quien estaba sentado aparece de pie, quien llevaba una camisa de cuadros aparece con una camiseta del equipo de fútbol y así. Contrario al fotógrafo de mi infancia, éste sólo persigue la realidad, la reivindica y, si ésta no aparece, la justifica y la presenta. Nada de sueños ni de líneas borrosas. El otro día se lo dije y le conté cómo un fotógrafo in(ter)ventor hizo que en nuestra familia aparecieran unos lunares. No le pareció bien ("Podría ser una enfermedad, con eso no se juega", dijo antes de hundirse nuevamente en su despacho) y, a los dos días, nos llegó a casa un sobre del colegio con una nueva versión de la fotografía de las clases de los niños. Son las mismas fotos, los mismos niños, idénticos profesores. La única diferencia es que en ellas mis hijos no tienen sus lunares. Mago que es, el fotógrafo del colegio los ha borrado y yo, por un momento, pensé que el cambio sólo sería posible en las fotos, pero debo admitir que no es así: en la piel de los niños ahora no hay ninguna marca, ni lunares ni cicatrices, y nadie en la familia los nombra, como si nunca hubieran existido.Incluso han desaparecido los lunares de las fotos primigenias, mías y de mi hermana. El trabajo de estos fotógrafos es completo, casi perfecto, y de nuestros lunares (míos, de mi hermana y de mis hijos) sólo queda huella en este cuartiento.

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