Luego de una mañana de trabajo y una tarde dedicada al cuidado extraescolar de mis dos bichitos, leo en El largo adiós de Raymond Chandler (traducción de José Antonio Lara) la palabra bochinche. Podría cerrar el libro ya y morirme de risa, pero me gusta Marlowe y el rostro de Bogart que Planeta decidió ponerle en la portada. Entonces elijo recordar cómo conseguí el libro. Mi vecina desocupa la casa y gentilmente me ha permitido husmear en la biblioteca de su difunto marido y coger lo que quisiese. Treinta y siete libros me he traído. Es como si los hubiese empujado para que llegasen de la biblioteca de mis vecinos a la mía. Treinta y siete buenos libros, puedo jurarlo y, si fuera necesario, incluso advertir que tengo experiencia en esto. No en lo de vaciar la biblioteca de mis vecinos, sino en lo de valorar libros de segunda mano. Así se confunden los libros del antiguo vecino con los míos, multiplicando su vida, que parecía finita, añadiéndole dioptrías a mi presbicia. Sus libros se juntan con los míos. Yo leo sus libros. Hablo con sus libros. Me río con sus libros. Y hablé tan poco con él. La vida es extraña, sin lugar a dudas, y yo pensaba que nunca accedería a un espacio tan íntimo. Husmear en sus libros, traérmelos a casa, leer sobre ellos. Donde antes sólo había un saludo frío y quizá algún problema burocrático por una confusión de direcciones, ahora hay una lectura compartida. Este hombre quizás leyó El largo adiós durante una sesión de diálisis y yo lo releo veinticinco años después en una noche fría junto a mi niña que duerme y ronca. Allí es donde encuentro la palabra bochinche, al inicio de un ronquido de Letizia. Él ya no lo puede saber, pero yo sí. Gracias a su viuda, gracias a la gentileza de su viuda, yo me siento menos ajeno al antiguo propietario de este libro, me acerco a él.
Hay otras maneras de llegar a lo mismo, lo sé. Cuento la primera que se me ocurre. Sé que en la ciudad que habito hay un diseñador de interiores que dice que las bibliotecas no se estilan ahora, que ya no se usan. Obliga entonces a sus clientes a deshacerse de ellas y éstos lo hacen. Mandan los libros a una segunda casa, de playa o de montaña, o directamente a la basura. Así también podría haber conseguido un ejemplar de Pastoral Americana, la novela de Roth que ojearé hoy, pero no es lo mismo. Nada que ver. Es un camino absurdo también, pero feo y perverso, como una enfermedad.
Lo que permitió que yo encontrase hoy la palabra bochinche en un libro de Chandler fue un milagro. Un dulce milagro ocurrido gracias a Chandler, a José Antonio Lara, a Marlowe-Bogart, a mi gentil vecina y a Emepe, la amiga que le dijo a mi vecina que a mí me podrían interesar sus libros. Un milagro ocurrido ante mis ojos, tan cerca de mí, en los libros que ahora compartimos mi vecino y yo.
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