Lo reconozco, este fin de semana me voy a hinchar de ver partidos de fútbol. Los voy a ver todos, uno por uno. Quizá incluso, televisor permitiendo, intente retroceder el cable para ver varias veces la misma jugada. Por eso demoraré frente al aparato mucho más tiempo que la suma de minutos de todos los partidos. No será ese el problema, ya lo he dicho: haré un ejercicio absolutamente televidente y futbolístico de mi fin de semana. Pero que nadie piense que lo haré por compromiso deportivo, identidad nacional o como gesto de emancipación ante el control que de los aparatos electrónicos hacen en casa mis propios hijos. Nada que ver. Tampoco estilo escuela de machos: full cerveza, sudor masculino a tope y aceitunas negras y también verdes deslizándose por el gaznate. Nada de eso, mi señor. Lo haré, como he hecho la mayor parte de cosas en mi vida, por afán literario, por puro afán literario. Que no se horrorice la peña y nadie se atreva a pensar que estoy fardando, que simplemente quiero ver los partidos y, para no reconocer que lo hago por interés deportivo, meto la literatura en el medio. Nada que ver. Estoy hablando absolutamente en serio y quienes me conocen bien, amigos, compañeros de trabajo e incluso los lectores escrupulosos ya me han escuchado pronunciarme al respecto. El asunto es que esto del fútbol, FIFA y mundiales incluidos, es un asunto literario. No me refiero a las ideas que por años han rumiado Eduardo Galeano, Vila Matas o mi querido Iván Thays. Ellos se han limitado a plantear el asunto desde la emoción. Aman un equipo de fútbol, una selección, y expresan con palabras y lágrimas el movimiento de sus vísceras. Yo estoy hablando de un asunto profesional, de escritura pura. El fútbol es un asunto de dinero, de mucho dinero, y por tanto cada cosa que pasa alrededor de un evento como el mundial, todo aquello que sucede dentro y fuera de la cancha, ha sido previamente planificado, obedece a un guion previamente escrito que no permitirá que nada se escape y que mantendrá a buen resguardo el dinero de esa entelequia que llaman los mercados. Así, han sido diseñadas con antelación (por brillantes escritores contratados ex-profeso por Putin e Infantino) cada drama vivido por las selecciones nacionales, cada puesta en escena de futbolistas retirados y, obviamente, cada gol y recontragol (con VAR o sin él) que se añada al marcador. Créame usted, por favor, que le estoy diciendo algo en lo que realmente creo. Nada de esto es casual, nada nunca lo ha sido. Cada selección es un cuento, escrito por un escritor mercenario. El despido de Lopetegui fue el capítulo de una novela pagada por el Real Madrid. Los fallos de De Gea algo parecido en cuanto a que también es novela, pero el dinero en este caso viene del Reino Unido. Si a Maradona lo dejan caer y precipitarse en el próximo partido es verdad que no se perderá mucho, pero lo importante es que su desguace será el final de un texto literario. Así la victoria o la derrota de cada una de las selecciones que en las próximas horas deciden su destino. Son cuentos, relatos, que juegan a enfrentarse entre sí a pesar de que los jueces ya tienen en sus manos el texto ganador. Por eso es que veré todos los partidos de hoy y también todos los de mañana. Por literatura, porque quiero aprender de los maestros. Porque voy a vigilar sus recursos. Estaré atento de sus anáforas y elipsis, controlaré sus hipérboles y metonimias, criticaré la tautología. Mientras eso haga también disfrutaré de los goles y las paradas. Quizá incluso me tome alguna cerveza. Mucho más todavía, no descarto alzarme y aplaudir, ponerme a gritar como cuando no sabía ninguna de las verdades que ahora me han sido reveladas, y seguir disfrutando de la literatura, celebrando con el ganador del concurso, llorando con todos los perdedores.
Ni cuentos ni artículos. Tampoco articuentos o cuentartículos. Se trata de cuartientos.
30 jun 2018
28 jun 2018
Aquello que es necesario hacer para que no te abandone el colaborador doméstico
Lo he visto y escuchado todo. Aumentarle el sueldo, hacer que el trabajo le resulte atractivo. Me parece lo más lógico. Ayudarle a realizar su trabajo. Inicialmente lo consideraba exagerado, pero con el tiempo he notado que quienes así lo hacen sacan más provecho de su inversión. Permitir que venga a casa con los hijos. Lo tengo claro, es una situación peligrosa, cónsona con el espíritu conciliador y explotador del siglo XXI. Hacerle de transportista. Recogerle en la puerta de su casa a las nueve de la mañana y devolverle a la una: los minutos en que se realice el recorrido están incluidos en la jornada laboral y es posible que el colaborador elija para sentarse el asiento trasero. Limpiar la casa antes de que llegue el colaborador. No es sano. No tiene sentido limpiar lo que ya está limpio. Quien lo proponga necesita terapia y no se le puede garantizar mejoría antes de dos años. Pero lo que he sabido hoy bate con creces todas las posibilidades de la comprensión humana. Es un razonamiento impropio de este mundo, como una novela de William Faulkner, una patada en las partes nobles, siete palabras de Augusto Monterroso o un beso en la puerta del colegio a los catorce años. Es sencillo, tanto que parece más bien una maniobra financiera anterior a la puesta en circulación de la moneda. Es cierto. Sucedió a uno o dos metros de mi oreja derecha. El colaborador doméstico no quería prolongar la jornada y aducía la necesidad de limpiar su propia casa. "Es que lo tengo crudo, todo revuelto. No puedo seguir así". "No te preocupes", le dijo mi vecina. "Tú te quedas trabajando aquí y yo voy a tu casa y te la limpio". Eso fue lo que escuché. Podría jurarlo por uno de mis riñones, nunca por los dos.
22 jun 2018
Curar la ceguera, inventar la limonada
Son dos pretensiones antiguas, lo sé. Poco importan
los avances de la medicina, las premoniciones de Lee Majors en The six million dollar man y que la
limonada no solo ya ha sido inventada sino que seguramente es una de las
primeras bebidas que todos aprendimos a preparar. No importan, no. Casi como
reto de especie, continuamos queriendo curar la ceguera e inventar (por
mejorar) la limonada.
Lástima que a pesar del empeño sostenido siguen siendo pocas
las posibilidades de avanzar en el asunto. Por eso se deja registro incluso de
los más pequeños avances. Porque hay poco que hacer. ¿Cómo curarla? ¿Cómo mejorarla?
Pienso en ello durante el desayuno mientras los residentes
de oftalmología comentan sus hallazgos y los de psiquiatría recuerdan cómo un
ciego de toda la vida, con perro lazarillo y todo, les ha sido derivado porque comenzó
a ver. La derivación es lógica, ve cosas que no existen: animalitos, fantasmas
que se lo quieren llevar más allá de la muerte. Seguramente está infectado y no
hace falta ser médico para saber que está confundido.
—El asunto es que ve —dice con clarividencia el residente más joven.
—El problema
es que si los internistas lo curan dejará de ver —dice el otro.
—No ve ya que
no hay percepto. Alucina —aclara
un adjunto iluminado.
—Pero
alucinando ve —insiste el residente clarividente.
La conversación aunque condenada a fracasar, o quizá por ello,
me agrada e intervengo con mi planteamiento original: curar la ceguera,
inventar la limonada.
El adjunto, a quien sé feliz cultor de la gastronomía china,
cuenta su verdad.
—La limonada yo la invento todos los días.
—¿Cómo? —preguntamos todos al unísono.
—Mi hija se llama Li y todas las mañanas la despierto
llamándola monada: Li, monada.
18 jun 2018
¿Para qué sirve escribir?
A mí, me ha sido útil para todo. Desde
el inicio de la vida ha sido mi forma de relacionarme con el mundo.
Resulta temerario decirlo, pero a
veces pienso que sin escribir, sin haber escrito, no habría logrado vivir, no
estaría vivo.
Escribir es para mí un asunto tan
importante como comer, quizá como defecar. Es, en todo caso y sin posibilidad
de duda, una acción imprescindible. Ventana, puerta, mesa y chimenea de la casa
en que vivo. Corazón, pulmones, hígado y riñones del cuerpo que habito. No solo
por el momento propio de la escritura: hace años metiendo el folio blanco en el
rodillo de la máquina de escribir y ahora temblando y gesticulando frente a la
pantalla del ordenador. No solo por eso. Es también imprescindible por la
pre-escritura, gracias a la cual permanentemente estoy pensando, mascullando,
dándole una vuelta literaria a las cosas que suceden a mi alrededor.
De esta forma y porque comencé a
escribir y publicar con la adolescencia, escribir es lo que me ha permitido conocer
a mi padre, enamorar a mi primera novia, aprobar los exámenes más difíciles de
la facultad, contactar (en el trabajo o en el autobús) con los interlocutores
más complicados, comunicarme con mi madre a diez mil kilómetros de distancia e
incluso interactuar con mis hijos.
Lo recomiendo como terapia y en mi
propia vida volvería a permitir que su milagro se repitiese.
Para lograrlo, habría que tener otra
vez tres años, plantarse frente a la biblioteca materna y, con una mezcla de
temor y atrevimiento, volver a coger el Lazarillo
de Tormes, leerlo y comerlo otra vez.
Todo lo demás sucedería
progresivamente, de manera imperceptible, apenas respirando y leyendo, mirando
a través de la ventana, dejando el tiempo pasar.
7 jun 2018
Azulejos rosas de la casa verde
Cuando
José Luis supo que Vargas Llosa visitaría la fábrica en apenas una semana, se
apartó del horno, se despojó de guantes y cascos y empezó a saltar de alegría. Era
el encargado de la sección, con veinte horneros a su cargo, y en ese momento estaba
junto a la entrada de la Nasa, el séptimo de diez hornos, llamado así por los
trabajadores debido a su color blanco y su aspecto de cohete espacial. Había
venido a decírselo el jefe de turno.
―Lo anunciaron en la reunión de esta
tarde. Estaban todos, el jefe de producción, recursos humanos y la gerencia.
Vargas Llosa vendrá el jueves próximo y dicen que escribirá un artículo sobre
nosotros. Hay que tenerlo todo niquelado.
Realmente no era una noticia sorprendente.
Desde el inicio de su relación con la Preysler, Vargas Llosa se había
convertido también él en una especie de imagen de la empresa. Acompañaba a su
novia en todos los actos, aparecía en los reportajes e incluso se decía, aunque
sin prueba alguna, que por hacerlo él también recibía dinero de la azulejera. Si
ya lo habían hecho todos los famosos que le daban imagen a la empresa, tarde o
temprano Vargas Llosa también tenía visitarnos. Eso era lo que estaba a punto
de suceder.
Pero sin importar que fuese o no una
sorpresa, no dejaba de ser un motivo de alegría. La posibilidad de verlo de
cerca, de estrechar una de sus manos o de hacerse firmar un libro era el motivo
por el que José Luis saltaba junto al horno dejando de escrutar a través de la
pantalla del ordenador la temperatura a la que se cocían las piezas sobre la
cinta transportadora.
Él siempre había sido un admirador
ferviente de la obra de Vargas Llosa. Cuando nadie en toda la provincia de Castellón
sabía quién era, mucho antes del Nobel y de su relación con la Preysler, ya
José Luis lo había convertido en su escritor preferido y repartía sus libros
entre los compañeros de trabajo. José Luis era un excelente encargado. Ésa era
la característica más importante de su vida, pero lo que más resaltaba, su
particularidad, el detalle íntimo que lo mejor lo describía era que admiraba
profundamente a Mario Vargas Llosa. Había leído todos sus libros y siempre los
citaba. Desde Los Cachorros hasta Memorias de la chica mala, pasando por
el Katie y el hipopótamo y la tesis
doctoral sobre García Márquez. Lo había leído todo e incluso conocía detalles
secretos de su biografía. Difícilmente había en todo el Levante una persona que
conociese y admirase más a Mario Vargas Llosa que José Luis. Ni escritores ni
profesores universitarios. Mucho menos trabajadores de azulejeras, jefes de
turno, jefes de producción o gerentes.
Por eso los compañeros le pedíamos libros
de Vargas Llosa en préstamo y él nos los daba. A mí me prestó La fiesta del Chivo. Lo leí en
aproximadamente tres o cuatro semanas. Aunque el libro es muy bueno, con el
horario que tenemos no es fácil sacar tiempo para leer. Yo normalmente lo hago
antes de dormir pero, como estoy tan cansado, a la media hora me rindo.
―Entonces tendremos que hacer algo
especial para cuando venga. Algo muy bueno. Ya se nos ocurrirá ―le dijo José
Luis al jefe de turno cuando logró tranquilizarse.
―Claro, hombre. Pero ahora ve y controla ―respondió
éste señalándole al mecánico que estaba a punto de abrir la escotilla del
octavo horno. ―Cuidado éste provoca un incendio y luego nos echan a los dos.
Seguidamente escribió en su libreta:
“Vargas Llosa: José Luis quiere organizar algo. Planteárselo al jefe de
producción y éste que lo comunique a la Gerencia”.
Dos
años atrás, José Luis había conocido a la China. No es que la China se
pareciese a la Preysler. Es que era igualita, clavada. Los mismos ojos, la
misma boca, la cinturita pequeña. Cuando comenzó a trabajar con nosotros, todos
nos dimos cuenta de ello e incluso alguno dijo que quizá eran parientes y que
por eso la China había logrado enganchar en plena crisis.
En ese momento de la discusión, José Luis fue
el que intervino y lo explicó:
―Tiempo al tiempo. Si fuese pariente de la
Preysler no iba a enganchar en la empresa como clasificadora. Diez horas de pie
seis días a la semana.
En clasificación, el noventa por ciento
son mujeres y, como hay que estar tanto tiempo de pie, se les hinchan las
piernas y les brotan varices.
―Tienes razón ―admití, también un poco
para darle cuerda y que nos dijera más cosas.
―Lo que sí es verdad es que una abuela
suya nació en Filipinas
Allí inmediatamente se supo todo: estaban
saliendo. Era la única manera de explicar que José Luis supiera tantas cosas
sobre ella. O estaban saliendo o José Luis estaba interesado en que eso
sucediera. Por eso también la habían contratado. No es que eso suela ocurrir en
la empresa: aquí van más bien con el rollo de la transparencia. Pero si hay que
darle un trabajo a alguien, a igualdad de méritos, mejor un conocido que un
desconocido, como en todas partes.
―Me parece fenomenal ―fue lo que dije y
aproveché para recordarle a José Luis que me trajese al día siguiente el
ejemplar de Pantaleón y las visitadoras
que me había prometido.
Cuando terminé el libro y se lo entregué,
ya José Luis estaba formalmente liado con la China. De hecho todos hablaban de
ella como si fuera su pareja e incluso la había convertido a su credo: la China
también era devota de Vargas Llosa.
―En tres semanas ésta se ha leído ya cinco
novelas, ¿verdad, China?
Inmediatamente, la China comenzó a
enumerarlas:
―Sí. La
Guerra del fin del mundo, La ciudad y
los perros, La casa verde y Los Cachorros.
―¿Y La
tía Julia y el escribidor? –le pregunto José Luis, seguro de que le había
entregado el libro en la segunda cena.
―Voy por la mitad, todavía no la he
terminado.
―Pues ésa es la mejor.
Así era José Luis. Más que un encargado
parecía un escritor peruano.
―Qué raro que no te has enamorado de una
peruana ―nos burlábamos de él.
―Es que encontré a La China ―se
justificaba y nosotros asentíamos. “No hay nada más bonito que el amor”, dice
una pegatina que está colocada junto a la máquina del café, pero si tú tienes
que trabajar sesenta horas a la semana lo mejor que te puede pasar es que
tengas a alguien que te quiera fijo y no tengas que estártelo buscándolo por
ahí día sí y día no.
Meses después, cuando se supo que Mario
Vargas Llosa se había separado de su mujer y se había enamorado de la Preysler
(a mí me lo dijo mi mujer, que lo leyó en una revista de la peluquería), lo primero
que hice fue llamarlo. Eran demasiadas las coincidencias. Por un lado él y su
admiración por Vargas Llosa: con el tiempo incluso se le parecía físicamente. Y
por el otro, la China, que era clavadita
a la Preysler. Ambos además trabajando en la empresa de la que la Preysler era
imagen.
Él lo recibió con buen humor:
―Pues entonces dirán que somos una réplica
viva. La diferencia es que Don Mario nunca trabajará para nosotros.
Visto lo visto, se podía decir que se
había equivocado.
Fue
de José Luis la idea de que los trabajadores nos reuniésemos con Vargas Llosa durante
su visita a la fábrica. La idea del dueño era que simplemente pasease por las
instalaciones y que luego fuese a comer en un restaurante de Castellón, pero
José Luis insistió.
―Hacerlo así no tiene sentido. Don Mario
es un hombre al que siempre le ha gustado el contacto con la realidad. Seguramente
estará feliz de poder reunirse con nosotros.
Los encargados se negaron inicialmente a
escucharlo, pero José Luis tuvo otra idea buena.
―No digan ni que sí ni que no, consúltenlo
con su agente literario.
Pues al agente le gustó y a José Luis lo
llamaron para que acudiera a una reunión en recursos humanos.
―Podemos hacer una reunión informal con
quince o veinte de nosotros. Que él pronuncie algunas palabras y luego nosotros
le preguntamos algunas cosas o le damos libros para que los autografíe.
Hasta allí todo iba bien pero, producto de
la admiración y del deseo de que todo saliera bien, José Luis cometió el error
de poner en evidencia a su novia.
―La China puede entregarle unas flores.
Él no lo dijo por la preferencia que
obviamente tenía con la China sino porque siendo una de las últimas
clasificadoras en ser contratada todavía no tenía las piernas brotadas de varices.
No era posible pensar que las otras clasificadoras o uno de los chicos se
acercaría a Vargas Llosa con un ramo de flores entre las manos. Sólo podía ser
la China, pero apenas lo dijo vio cómo la mirada del jefe de recursos humanos y
los tres gerentes se cruzaron y sintió, comenzó a sentir que se había
equivocado.
―¿Qué China, José Luis? ¿Quién es la
China? ―le preguntó el jefe de producción, con la aparente intención de
ayudarle.
―La clasificadora, Inés Escamilla,
contratada hace dos años si no me equivoco ―respondió José Luis y mientras lo
decía vio cómo el de recursos humanos tecleaba en el ordenador.
―¿Es ésta? ―recursos humanos giró la
pantalla no sólo hacia José Luis sino también hacia los gerentes y el jefe de
producción.
―Sí, ella misma.
―Se parece mucho a la Preysler ―dijo uno
de los gerentes.
El jefe de producción intentó ayudar:
―Es que uno de los abuelos es filipino.
―Demasiadas coincidencias ―dijo el otro
gerente.
Por la forma en que recursos humanos
comenzó a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre la alfombrilla del
mouse José Luis supo que algo malo iba a pasar. No se lo dijeron inmediatamente
pero José Luis intuía que los jefes habían comenzado a juzgar inadecuado el
parecido que la China tenía con la Preysler.
Regresó a trabajar y luego de la pausa de
la comida lo llamó el jefe de producción y se lo dijo.
―Por ahora vamos a despedir a la China,
José Luis. La señora Preysler es muy delicada y si se da cuenta del parecido se
puede ofender. No podemos correr ese riesgo.
José Luis intentó salvarla.
―Pero no es necesario. Que no participe en
el acto con Vargas Llosa y ya basta.
―Lo lamento. Recursos humanos ya se ha
pronunciado. Por ahora que se quede en paro y luego la volvemos a contratar.
Una
rabia infinita que incluso le impidió responder al jefe de producción fue lo
primero que sintió José Luis al escucharle. Regresó a su sección y, mientras desde
el ordenador controlaba la temperatura de los hornos y viéndolos a través de
las cámaras se cercioraba de la presencia junto a sus respectivos aparatos de
los horneros, pensó en la posibilidad de renunciar. Así se acabarían todos los
problemas y quizá incluso él y la China podrían hacer un viaje de placer. No
era ésta una posibilidad fácilmente desdeñable. Apetecía incluso. Pero también
era necesario considerar que su edad y la crisis no eran la combinación ideal
para, al regreso del viaje, iniciar luego la búsqueda de empleo. Si se dejaba
llevar por el calentón y renunciaba él también, quizá luego tendría que dar por
acabada su vida laboral y no era eso lo que deseaba. Además, se perdería la
visita de Vargas Llosa.
Esa tarde transcurrió sin ninguna incidencia.
Quizá los horneros, sabedores de su malestar, se esforzaron en que todo
marchara como la seda. Quizá fue un asunto de simple casualidad. Era una de esas
tardes en que el de encargado es un puesto de trabajo prescindible. Pero lo
importante es que no tuvo que salir de la cabina para nada y así tuvo tiempo y
posibilidad de diseñar un plan que dejándolo a él en la empresa le permitiría
recibir a Vargas Llosa y, si todo iba bien, si funcionaban todos los
engranajes, la China regresaría a la empresa y todo volvería a ser como antes.
Lo único que debía hacer era llamar al
jefe de producción y ofrecerle disculpas por su reacción. Ese no iba a ser el
problema. Ya se enterarían en la empresa de con quién se habían metido.
―Héctor, perdona.
―Dime, José Luis.
―Te llamo por lo de antes, creo que no
supe reaccionar adecuadamente.
―No te preocupes, yo sé que el tema es
importante.
―Lo es, sin duda alguna. Pero nada puede
ser más importante que la empresa.
―Tienes razón.
Vargas
Llosa vino a la fábrica el cuarto viernes de abril. Lo hizo, cómo no,
acompañado por la Preysler. Una limosina blanca los trajo hasta la puerta de la
nave donde los esperaba una alfombra azul. Ella vestía un taller color salmón
con zapatos rojos. Estaba bellísima, impecablemente maquillada. Él llevaba
traje azul oscuro, camisa más clara y corbata granate. Entre la limosina, la
alfombra, la elegancia de ella, el porte distinguido de él y el séquito de
gerentes y jefes, todos también vestidos de traje, parecía que alguien estaba a
punto de casarse. Solo unos ojos bien entrenados habrían notado en él un
detalle diferente, impropio de una boda: los zapatos no eran de suela rígida,
sino de caucho. Se veía que venía con ánimo de patear la fábrica. Quería
caminar, hundirse en las entrañas del monstruo. Tenía sentido. Estas fábricas
son maravillosas: un engendro de ingenio, eficacia y diseño industrial. Para
quien no lo ha vivido, ver los silos altísimos, las inyectoras de tinta, los
hornos infinitos, observar cómo de una paletada de arena creamos una superficie
rígida que no sólo es bella sino que además le da nobleza a los suelos y,
recubriendo las paredes, brinda protección contra la intemperie, para quien no
lo vive todos los días como nosotros, esto es un milagro que vale la pena
contemplar. Eso era lo que pretendía y
quizá ese paseo generaría luego un artículo en el periódico o, por qué no, el
capítulo de una novela.
Los gerentes lo habían preparado todo con
precisión. Una vez dentro de la nave, todos pasaron a las oficinas donde los
esperaba un piscolabis. Por las risas que se escuchaban, intuíamos que había un
clima distendido. El dueño pronunció unas palabras y luego llegó el turno de Vargas
Llosa. Su discurso duró unos cinco minutos y, cuando terminó, la ovación fue
clamorosa.
―¿Quién dijo miedo? ―fue lo que dijo Vargas
Llosa cuando se abrieron las puertas de las oficinas y él salió acompañado por
el jefe de producción.
Venía hacia nosotros. Ahora sí se
encontraba con fuerzas para patear la fábrica y hundir la mirada en sus
rincones impolutos, exentos de telarañas.
Ella en cambio permaneció en las oficinas,
acompañada por el dueño, los gerentes y sus hijas.
Vargas Llosa inició con el jefe de
producción y los jefes de turno el recorrido de fabricación de los azulejos.
Primero los depósitos de arcilla. Llevaba casco de seguridad y en los silos se
puso la mascarilla y las gafas de seguridad que le tendió uno de los jefes.
Luego la sala de moldes, el laboratorio y el espacio de diseño. De allí
marcharon hacia las prensas y finalmente, luego de cuarenta minutos, llegaron a
los hornos. Allí los esperaba José Luis, que lo saludó sobriamente y le explicó
el funcionamiento de la Nasa.
Después la comitiva, a la que se había
incorporado José Luis, se dirigió a la sala de descanso de los trabajadores y
fue allí donde nos hicimos firmar los libros que José Luis nos había entregado.
El dueño había preguntado si sería necesario comprar ejemplares nuevos, pero
José Luis se había negado.
―No es necesario. Para un autor, es reconfortante
ver que su libro ha sido leído. Yo traigo los míos. Tengo treinta o cuarenta de
Vargas Llosa, serán suficientes.
Aunque era obvio que luego sería él quien
se quedaría con los autógrafos, ninguno protestó porque era justo que quien
durante años nos había prestado los libros de Vargas Llosa continuase siendo su
poseedor.
Después de la firma y, como sorpresa
final, apareció una tarta gigantesca que no había hecho ningún repostero sino
un artista fallero de Burriana. Esa sorpresa era el plan que había preparado
José Luis. Tenía forma de libro a punto de abrirse y en la portada se leía Pantaleón y las visitadoras. Vargas
Llosa reía de alegría pura y José Luis lo invitó a terminar de abrirlo.
―¿Cómo?
Los jefes de producción también estaban
maravillados.
―Pulsando este botón.
Vargas Llosa cogió el extremo del cable
que le entregaba José Luis. Pulsó el botón y del fondo del libro emergió la
figura de una mujer bellísima que traía entre sus manos un ejemplar de la
primera edición de Pantaleón y las visitadoras.
Mientras todos, jefes incluidos,
aplaudíamos, Vargas Llosa le firmaba el libro y José Luis les hacía la foto.
Los jefes no la habían reconocido. Porque
no llevaba uniforme sino un vestido tan descubierto como elegante. Por el
maquillaje. Y por el clima que se había formado. Pero la mujer que salía de la
falla era la China.
Esa era el proyecto de José Luis.
Garantizarse que la China conociese a Don Mario y, por si fuera poco, quedarse
con la foto de ella sentada en las piernas de él mientras le firmaba el libro.
Si los gerentes no cumplían su palabra de reenganchar a la China, él usaría la
foto para chantajear a Vargas Llosa y, a través de él, a la empresa.
―¿Y si no funciona? ―me había atrevido a
preguntarle dos días atrás mientras veíamos cómo el maestro fallero pintaba las
letras de la portada.
―Pues nada, renuncio y escribo un relato
contando todo el asunto.
―¿Un relato? ¿Y cuál sería el título?
―”Azulejos rosas de la casa verde” ―dijo
José Luis muy seriamente y tuvimos que salir de la nave porque nos estábamos
partiendo de la risa.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)