28 jun 2018

Aquello que es necesario hacer para que no te abandone el colaborador doméstico



Lo he visto y escuchado todo. Aumentarle el sueldo, hacer que el trabajo le resulte atractivo. Me parece lo más lógico. Ayudarle a realizar su trabajo. Inicialmente lo consideraba exagerado, pero con el tiempo he notado que quienes así lo hacen sacan más provecho de su inversión. Permitir que venga a casa con los hijos. Lo tengo claro, es una situación peligrosa, cónsona con el espíritu conciliador y explotador del siglo XXI. Hacerle de transportista. Recogerle en la puerta de su casa a las nueve de la mañana y devolverle a la una: los minutos en que se realice el recorrido están incluidos en la jornada laboral y es posible que el colaborador elija para sentarse el asiento trasero. Limpiar la casa antes de que llegue el colaborador. No es sano. No tiene sentido limpiar lo que ya está limpio. Quien lo proponga necesita terapia y no se le puede garantizar mejoría antes de dos años. Pero lo que he sabido hoy bate con creces todas las posibilidades de la comprensión humana. Es un razonamiento impropio de este mundo, como una novela de William Faulkner, una patada en las partes nobles, siete palabras de Augusto Monterroso o un beso en la puerta del colegio a los catorce años. Es sencillo, tanto que parece más bien una maniobra financiera anterior a la puesta en circulación de la moneda. Es cierto. Sucedió a uno o dos metros de mi oreja derecha. El colaborador doméstico no quería prolongar la jornada y aducía la necesidad de limpiar su propia casa. "Es que lo tengo crudo, todo revuelto. No puedo seguir así". "No te preocupes", le dijo mi vecina. "Tú te quedas trabajando aquí y yo voy a tu casa y te la limpio". Eso fue lo que escuché. Podría jurarlo por uno de mis riñones, nunca por los dos.

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