No sería posible mi vida de médico sin enfermeras. No es que quiera ponerme cursi otra vez y recordar a la enfermera que ayudó a parir a mi madre en una sala del Ateneo de Valencia, en la inauguración del Michelena de 1970. Por supuesto que no. De quien quiero hablar es de Rosario, esa negrota bella y magnífica que se encargó de hacer en mi nombre todas las tareas quirúrgicas que llegaron al Ambulatorio de La Guásima durante mi año de rural. Si ella no se hubiera encargado de drenar los abscesos, de arrancar las uñas, atender los partos y aliviar las fístulas que llegaban a cada minuto, los pacientes habrían protestado, los jefes del departamento de Salud me habrían sacado de sus listas y yo no habría podido cumplir con el dichoso artículo 8, requisito entonces indispensable para emprender carrera.
Ahora adornan mi trabajo otras enfermeras. Cuando me toca hacer una guardia de 24 horas, las veo marcharse y llegar varias veces. Quiero decir con esto que, en esos mil cuatrocientos cuarenta minutos, presencio por lo menos en dos ocasiones el cambio de turno. Mucho más vistoso que cualquier cambio de turno en Londres o en Amsterdam, cambios militares incluidos si acaso no ha sido clara la referencia. Inicialmente, las enfermeras que ya han trabajado ocho horas desaparecen de manera imperceptible. Sus casacas blancas se funden con las paredes y durante un minuto resulta más fácil ganar la lotería que encontrar una. Si el ojo es atento y se asoma al pasillo más allá de la puerta corredera, verá que las del nuevo turno llegan apresuradas vestidas de calle, como si se tratara de un desfile de muñecas. Así como llegan las nuevas van saliendo las otras e inmediatamente, todo a través de la misma puerta, salen las del nuevo turno vestidas de blanco y olorosas a colonia. Inmediatamente están junto al mostrador, discutiendo su ubicación que leen e interpretan en una cuadrícula milimétrica.
Sucedió una vez, esto lo vi hace dos o tres años, que un vendedor de flores llegó al hospital con un tobillo que pensaba fracturado pero que apenas resultó esguince. Mientras le ponían la férula llegaron otros vendedores asustados pensando en amputación, operación y todas esas cosas. Su preocupación se transformó en alegría cuando vieron salir completo al compañero justo en el momento del cambio de turno. Flores las enfermeras. Flores también en las manos de los vendedores. Estos últimos decidieron darle una a cada una. Y así cada enfermera llevaba una flor entre las manos. Entrantes y salientes.
1 comentario:
El enfermero que llevo dentro, ese personaje de mi persona, sonríe al escuchar sus historias narradas, de forma tan bonita. Creo que es una de las profesiones más antiguas de la historia.Es alguien que cuida a otro ser humano con sus manos, ingenio y atención. Qué envidia tengo de los que pueden disfrutar de la belleza de ese oficio,dia tras dia. Menos mal que están las flores, y sus vendedores, incluyendo los y las poetas,para saciarme.
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