29 may 2011

Quien escribe

Quien escribe es una persona normal, absolutamente normal. Con mujer e hijos. Y un trabajo que ama u odia dependiendo del clima, las colas o los días que faltan para la fecha de pago.
Cuando le preguntan qué hace, responde agricultor, estudiante o recurre a ese otro oficio, el de la fecha de pago: médico, taxista o profesor de idiomas.
Le gustaría decir “escribo, simplemente escribo”, pero dos cosas se lo impiden. En primer lugar, si así dijera, el interlocutor seguramente formularía dos o tres preguntas más: ¿cómo es eso?, ¿de qué vives?, etcétera, etcétera. O incluso se atrevería a decir alguna cosa ingeniosa como: “Bueno, pero todos escribimos, ¿acaso no aprendimos a hacerlo en los primeros años de la escuela?”. La segunda cosa es no estar seguro de poder decir “simplemente escribo” porque sabe que en sus días hay varios momentos extraordinarios que no tienen nada que ver con la literatura.
Cuando le preguntan para qué sirve la literatura, a veces se equivoca y responde cualquier cosa, lo primero que se le ocurre, pero progresivamente se ha ido dando cuenta que ésa es una pregunta que no debe responder él sino los otros: los lectores, los editores, los no lectores sobre todo.
Constantemente pierde. Ideas principalmente. Se le ocurren en el metro, en el otro trabajo o hablando con los amigos y, si no las escribe, se van volando, como vinieron. También pierde el paraguas y el celular, constantemente, hasta el punto de que ya es un parroquiano fijo de la oficina de objetos perdidos.
Pocas veces, sí, pierde sus manuscritos. Las editoriales constantemente se los devuelven, él los conserva y, aunque lucen en desorden, bastaría apenas un segundo para que él encontrase uno si alguien así lo quisiera..
Envía a concursos en ocasiones y casi siempre no pasa nada. No sabe bien si lo hace para publicar el libro rápidamente, por el dinero del premio —que, a pesar de los discursos de su mujer, no relaciona con mejoras en la casa sino con el crecimiento de su biblioteca—, para hablar con la chica de la fotocopiadora o simplemente para sentir que ha terminado el libro.
Cuando falta un día para la entrega del premio y nadie lo ha llamado, entiende que la cosa no va con él y empieza a desear que la fortuna le sonría a una persona que no sea uno de sus amigos: no le gustaría depositar en ellos su envidia.
Cuando gana, las pocas veces que eso pasa, sonríe apenas. La celebración de quien escribe no se parece a la de los ciclistas, los nadadores o los tenistas. Ni siquiera a la de los físicos cuando reciben un premio importante. Más que una alegría contenida, evidencia una preocupación. Alguien incluso ha dicho que quien escribe no sabe ganar. Parece más bien que hubiera sucedido una diminuta catástrofe en su vida y quien escribe, para subsanarla, se sienta urgentemente frente a la computadora o la máquina de escribir.
Quien escribe no se lo ha dicho a nadie, quizás ni siquiera lograría verbalizarlo, pero dentro de sí lo sabe o lo presiente: la única victoria posible en la escritura es seguir escribiendo.

18 may 2011

Sobre el valor terapeútico de la máquina de cortar césped



Telúrico y nostágico. Siempre creí que la tierra, el contacto con la tierra y sus excrecencias naturalizaba mi presencia, la justificaba, me daba raíz. Era como si a través de un terrón, de un puñado de tierra de cualquier parte del mundo, yo lograse comunicarme con aquelllos cuatrocientos metros primigenios, el patio de la casa de La Entrada, donde aprendí a vivir y pasé horas viendo cómo se movían de un lado a otro las montañas cada vez que llovía. No sé por qué, o intuyéndolo pero sin ganas de profundizar en ello, apenas escribo estas líneas recuerdo el poema de Teófilo Tortolero, "Terrón sin amo", que siempre he pretendido saber de memoria: "Cuando la última tierra sea un terrón sin amo/ la cola de un caballo tirado en el barro por su dueño loco/ y los cándados escapen de sus nidos ...". Teófilo, que se refugió en un paraje rural a cien kilómetros de mi natal Valencia y a quien sólo vi una vez aunque leí mucho, Teófilo sería también una de las razones por las que a la hora de elegir entre vivir en el centro de la ciudad y en un pueblo cercano, siempre he optado por este último, apostando por el patio, el jardincito, la posibilidad de tocar la tierra, de plantar un rosal o de tener un árbol, no importa que no sepa su nombre. Esto, por un sendero que no logro precisar, pero que intuyo vinculado al aburguesamiento, el matrimonio y cierta estética occidental, significa también cubrir la tierra con hierba, césped o grama y, natural si se trata como yo de un muchacho de pueblo, la obligación de cortarlo semanal, quincenal o mensualmente según el tiempo. Cortarlo es un acto pesado físicamente que sólo recompensa luego con el olor, sobre todo si la fortuna humedece los tallos sangrantes, y la visión desde cierta altura. Pero, en los últimos años le he venido atribuyendo un rol terapeútico a esta acción. Inicialmente creía que se trataba del contacto con la naturaleza, el apego a la tierra, el inclinarse ante ella constantemente y darse cuenta que todos los días pueden ser miércoles de ceniza. Todo eso quizá sea cierto. Pero también lo es el calor y la fuerza que desprende la máquina de cortar césped. Catarsis pura el empujar a tres kilómetros por hora ese portento que corta, desbroza, aspira y resopla mientras construye carreteras insólitas que intersecciona al segundo y destruye casi inmediatamente después. No voy a recomendar entonces a cada amigo, paciente, lector o conocido que se compre un terrenito porque entre estafas bancarias e impuestos podría resultarle oneroso. Simplemente sugiero la tenencia parcial de una máquina de cortar césped (comprada, usada o tomada en préstamo), salir con ella todos los sábados y comenzar a cortar el primer montón de hierba que se encuentre.
Si lo hace en mi terrenito, mucho mejor.

10 may 2011

Paradojas del amor binacional

Yo te amo y tu mi vuoi bene. Tú le llamas arepa y yo cachapa. Tú eres negrita y yo casi parezco un albino. Yo catira y tú guapo. Tú te enfadas y yo me arrecho. Yo estoy cerca de la casa de mis padres y tú tan lejos de los tuyos. Yo me siento fundador de Skype y a ti te basta con la tárifa plana. A ti te gusta el bacalao. A mí la pizza y la tamburriata. Tú eres proteíca y yo farináceo. Yo vivo en la casa de mi suegra y tú no conoces a la tuya. Amárico es mi lengua y podría ser tu profesión. Tú bebes marrasquino y yo cerveza. Yo grappa y tú tequila. En el aeropuerto, necesitaríamos brazos de diez metros para rozarnos los dedos. Tú cuentas en dólares y yo en euros. Yo en bolívares, tú en pesos. Yo necesito visa para entrar a tu país, tú para pagar en el mío. Tú naciste en La Habana y yo en Tindouf. Tú jugabas metras en Caracas y yo canicas en Madrid. Nuestro amor es posible gracias a la guerra de los Balcanes. El nuestro al tratado de Shengen, al corralito, a la promesa literaria de Barcelona, a la beca que me dio Lula. Nosotros nos conocimos en la Delegación de Gobierno. Tú y yo, en la Questura: los dos teníamos en la mano derecha il permesso di soggiorno. Nuestro primer hijo se debería llamar Erasmo. El nuestro Fidel. El nuestro Chávez. Pero lo bautizaremos en la iglesia del pueblo. Yo realmente prefiero que sea musulmán. O que no sea de ninguna religión. Pero que sea comunista. O republicano. O monárquico y del centrosinistra. Pero que tenga los ojos rasgados como tú. Que luego sea fotógrafo en la selva o cirujano en Beijing. Que sepa siempre que nos quisimos. Que sufrimos para querernos. Que aprendimos mucho el uno del otro. Que disfrutamos haciéndolo.

3 may 2011

Un bar, por favor. Si es posible que sea de urgencias.




Junto al hospital, a tan sólo cien metros de la puerta de urgencias, hay un bar. Suele suceder. De hecho alrededor de este hospital hay cinco bares. Y así ha pasado en todos los hospitales donde he trabajado. También en aquéllos que he visitado dando trabajo. Un bar, siempre un bar. Con café, desayunos, cervezas y todos los destilados posibles. Estómago y enfermedad. Ella no exime del hambre. Y, además, tiene parientes y cuidadores, médicos y enfermeros, golosos siempre. Estos bares, por cierto, son por sí solos iatrogénicos: inducen, con los alimentos y las bebidas que sugieren, la enfermedad. Pero, harina de otro costal, prácticamente todos los bares adolecen del mismo mal y generan otros males.

La particularidad de este bar es que se llama "Bar Urgencias". Así no más. Como si fuera otro servicio del hospital. "Bar Urgencias". Por ese nombre, cuando los colegas dicen que van a urgencias, uno se queda sin saber si se trata del servicio (la cara del hospital, su puerta de entrada) o del bar.

Yo mismo más de una vez he entrado al bar dispuesto a desayunar y, al ver tantas batas blancas y el letrero que lo dice clarito, "Urgencias", más de una vez he estado a punto de llamar el próximo paciente.

Si sólo se tratara de eso, el cuartiento se quedaría aquí y no daría ni para otra línea. Pero es que además el propietario se desplaza por la ciudad en una camioneta (una furgoneta) blanca que lleva el nombre del negocio: "Bar Urgencias". El otro día la vi en el centro de la ciudad, junto al supermercado. La camioneta estaba a un lado de la calle. Y al otro una ambulancia. Los chicos de la ambulancia venían con una camilla en la que transportaban una intoxicación etílica. No sé bien si se trató de un espejismo, de algo que sólo pasaba dentro de mi cabeza y que no tenía nada que ver con lo que sucedía en la calle, pero por un segundo sentí que dudaban entre meter al paciente en la ambulancia o en la camioneta. Es que las dos eran blancas, de colores claros y tenían pintadas en ambos lados la palabra "Urgencias".

29 abr 2011

Gusanos de seda





Cuando llegaron eran pequeños, diminutos, como deditos de bebe.

Los trajo mi hijo mayor, a quien se los había dado un compañero de colegio.

A mí ya el día anterior la madre del compañero me los había ofrecido.

Le dije que no, porque entre el jardín, las reparaciones cotidianas, los deberes paternos y el trabajo siento que ya no puedo más.

-Nada de eso importa, será tu hijo quien los cuide -me respondió ella haciéndose la simpática-. Además, tú tienes una morera en el patio.

-He dicho que no, no los quiero.

Nada de eso importó, en efecto, porque al final se los colaron a mi niño.

Los trajo en una caja de zapatos que, según dijo, se la había regalado la directora del colegio.

Debían crecer en unas pocas semanas hasta construir sus capullos y luego convertirse en crisálidas y mariposas.

-Yo me encargaré de cuidarlos -se comprometió mi hijo.

-Bueno, tú mismo.

No hice nada el primer día. Y él tampoco. El segundo, me empecé a preocupar y les llevé unas hojas de morera.

-No has cuidado de los gusanos -le dije a mi niño que estaba frente al televisor.

Él no respondió y desde entonces todos entendimos que los gusanos quedaban a mi cargo.

En ésas estoy. Cogiendo y llevando hojas. Inicialmente eran de morera. Pero ya pueden ser de cualquier cosa. De hecho todos los árboles del jardín y los del terreno de al lado están pelados, sin nada de verde.

Mi mujer y mis hijos se fueron de casa hace dos semanas, con un poco de miedo.

-Cuídate mucho. Vente tú tambien.

No les hice caso.

El problema es que los gusanos no dejan de crecer. han transcurrido ya más de tres meses de su llegada y los bichos no paran. Comen y crecen. Nada de capullos ni crisálidas. Aquí lo que hacen es comer y crecer. Yo he tenido que dejar mi trabajo para alimentarlos y a cada uno lo he puesto en una caja grande, muy grande, que también se han comido.

He intentado hablarles, pero tampoco me hacen caso. Sólo comen y crecen. Comen y crecen.

Se han comido ya varios muebles y algunos electrodomésticos.

No me extrañaría que de un momento a otro me comieran a mí también.

Para intentar detenerlos, esperando que sepan leer, escribo este cuartiento.

Ojalá al menos sirva de aviso a los vecinos.

O a los otros padres del colegio.

20 abr 2011

Princesas: mujeres desangeladas





Nuevamente un príncipe se casa, lo cual no tiene nada de particular ya que casi todos, príncipes o no, nos casamos. El problema es que éste para hacerlo ha elegido una mujer normal. Los procedimientos a los que someten a estas mujeres para convertirlas en príncesas son espantosos y sus resultados pueden verse en Mónaco, Amsterdam, Madrid y dentro de poco en Londres. El objetivo es desangelarlas, convertirlas en momias vivas, mucho menos expresivas que sus réplicas de cera. Para ello, lo primero que hacen es inyectarles ácido clorhídrico en el lóbulo frontal. Se trata de por lo menos veinte sesiones. Como si éstas no bastaran, para terminar de quitarle expresión al rostro y así las jóvenes momias nunca más puedan mirar directamente a nadie, les malogran el recto superior de cada ojo. Además, les fracturan el codo derecho para que siempre quede semiflexionado, entregando la mano a punto de saludar. Es terrible, terrible, terrible. Y pensar que todavía se leen cuentos a las niñas en que los príncipes las besan y las convierten en nubes de tul. Yo, obviamente, no soy de esos. A mi hija se lo digo todas las noches:


-Querida mía, si conoces a un príncipe, huye de él como de la peste. Si él insiste, dale el número de teléfono de la prima más puta. Si todavía fastidia, dale a leer un ejemplar de la noveleta Barbie y dile que el autor es tu padre. Él sabrá irse, solito.

19 abr 2011

Vibonati, de Vicente Gerbasi



-¿Le gustan las estatuas? -me preguntó navaja en mano el barbero salernitano, Renato Ciliberti, luego de decir que él era quien todos los miércoles ajustaba la barba de Alfonso Gatto.

-Las de militares no -respondí distraído-. Tampoco las de escritores y curas.

-Es que en Vibonati hay una de Vicente Gerbasi.

Vibonati, Vi-bo-na-ti. ¿En qué dirección de mi vida sus mujeres recogían las sábanas tendidas entre dos balcones, con los ojos cerrados porque escuchaban a Mario Lanza cantar O sole mio? ¿Dónde resonaba la voz de sus aldeanos el día de la vendimia? ¿Donde se estrechaban sus manos manchadas antes de iniciar la caza de un leopardo imposible? ¿Dónde esperaban el tren de un viaje infinito? ¿Dónde se agolpaban antes de trepar la escalerilla del barco que les permitiría convivir alguna vez con las figuras de Viviano Vargas, en Canoabo de Venezuela? ¿Dónde, dónde?

-Frente al Golfo de Policastro, exactamente frente al Golfo de Policastro -repitió Ciliberti, creyendo quizás que adivinaba mis pensamientos.

Otra vez se equivocaba el barbero. Alfonso Gatto había muerto en 1976 y, en mi caso, no se trataba de saber las coordenadas en el mapa italiano del pueblo donde nacieron los padres de Vicente Gerbasi, tampoco escuchar que para llegar allí desde Salerno debía tomar un tren hasta Sapri y luego buscar, en el horario de la compañía de autobuses Lamanna, las ocho letras de su nombre: Vibonati, Vibonati, Vi-bo-na-ti. Apenas pretendía hurgar en mi memoria, con los ojos cerrados y la loción alcoholada ardiendo en las mejillas, hasta encontrar el lugar en que la pequeña aldea viñatera del Sur de Italia había abierto por primera vez las puertas de sus casas ante mis ojos, invitándome a pasar y hundirme en sus «volcanes adustos», «sus selvas hechizadas».

Nada logré recordar hasta el momento del día siguiente en que el autobús al que había subido en Sapri -uno de esos autobuses que no se detienen ni continúan sino que simplemente giran, dan la vuelta y regresan como si hubieran llegado a un destino inconcebible- me escupió en Vibonati en compañía de una anciana vestida de negro y las gallinas que no había logrado vender en Maratea. Mientras veía a la anciana y deseaba que dejase de mirarme para caminar tranquilo o tomarle una foto a las gallinas, lo recordé: casi veinte años atrás, junto a mi gigantesca profesora de literatura venezolana en el bachillerato escolapio, llorando los dos luego de leer Mi padre, el inmigrante, escondiéndonos para no ser víctimas de las burlas de Manzo o del mismísimo cura Manolo. Allí, luego de repetir mil veces -como si fuera un miércoles de ceniza- el único verso del último canto, el primero del primero y del segundo, «Venimos de la noche y hacia la noche vamos», yo pregunté por la noche y ella dijo que la noche era Vibonati, Vi-bo-na-ti. La noche y la calle.

-Signora, ¿es verdad que aquí hay una estatua de Vicente Gerbasi? -le pregunté finalmente a la anciana de las gallinas.

-¿De quién? -repreguntó ella mientras las gallinas revoloteaban dentro del saco-. No, la única estatua que hay en Vibonati es ésa del Padre Pío -señaló la piedra pintada de bronce de este Garibaldi del siglo XX que los italianos colocan ahora en todas sus plazas.

Frente al Padre Pío, me persigné y empecé a calcular las dimensiones de un pueblo en el que ya -a la una de la tarde del primer sábado de mayo, con los dos únicos negocios cerrados- se habían ido las uvas y los panini y, a través de las ventanas, los vecinos se preguntaban qué hace el extranjero que no nos deja comer en paz, por qué un extraño tiene que venir un sábado a la hora del almuerzo a un pueblo donde nadie viene y comenzar a amargarnos la tarde antes del partido de fútbol.

Los llamé o soñe que los llamaba, uno por uno. Tocaba sus puertas. Les preguntaba por la estatua. Sediento, bebía el agua de la fuente. Pero ninguno sabía nada.

-No, no, la única estatua de Vibonati es la del Padre Pío que le mostró la señora -decían y volvían a decir mientras señalaban a la anciana de las gallinas.

Yo me limité a recordar Casa Natal, el cuento de López Ortega que relaciono con todos mis fracasos: un padre lleva a sus hijos a conocer la casa en que ha nacido y, luego de horas de viaje, comprueban que donde debía estar la casa no hay nada o, peor aún, un estacionamiento. ¿Cómo había podido desaparecer el busto? ¿No se trataría más bien de un engaño de Ciliberti? Barbero charlatán, igual ni siquiera sabe quién es Alfonso Gatto. En eso estaba, maldiciéndolo, cuando un grupo de tifosi de la Salernitana se apiadó de mí.

-¿Gerbasi? Sí. Quizas se trate del acto que hicieron hace como cinco años en el Comune.

-Seis o siete, más o menos. Vino el embajador venezolano y el vice-presidente del senado -agregué yo a punto de llegar a un acuerdo.

-Está allí, adentro -dijó el menos joven sonríendo, presintiendo mi Casa Natal, mientras señalaba la reja encadenada de una alcaldía que más bien parecía una escuela pérezjimenista.

Fui hasta la reja. Quizás detrás de ella había un patio y, en el centro, la estatua de Vicente con una taza de café en la mano izquierda. Pero no, no detrás de la reja, allí sólo había una escalera, la cartelera de los matrimonios y dos afiches de las últimas elecciones.

-¿Y la iglesia? ¿Dónde queda la iglesia? -pregunté pensando en una bilocación imposible o en el patio de la lejana iglesia de mi infancia: algunas matas de mango y los bancos durísimos que había donado la familia Dao.

-Su -dijeron ellos y señalaron la cuesta.

Decidí caminar hasta alcanzarla. Emprendí la subida infinita y, como la única persona en invitarme a comer fue la loca del pueblo, le dije que no, muchas gracias, preferiría no hacerlo, como si fuera Bartleby.

Frente a la iglesia, me detuve para ver el mar. Era hermoso, pero no valía el viaje hasta Vibonati. De todas maneras, comencé a hacer fotos. Para sentirme como un turista o para aprender a hacer fotos.

Iba por la cuarta o la quinta cuando una voz se atravesó entre el objetivo y la plaza:

-¿Qué hace?

Era la sacristana que, sorprendida, no podía entender que alguien le hiciera fotos a los tejados de Vibonati.

Le conté mi desgracia y ella prometió ayudarme: su hermana era secretaria del Comune y, si yo la esperaba, descendería conmigo, me abriría las puertas de la alcaldía, subiría en mi compañía hasta el primer piso y, en un rincón, entre dos carteleras y una caja de resmas de papel dispuesta en el suelo, me mostraría el busto -así lo dijo varias veces, el busto, el busto- de Vicente Gerbasi.

-La única estatua que hay en Vibonati es la del Padre Pío.


13 abr 2011

Lo lamento, Facebook

Lo he pensado mucho, ¿sabes? Tengo varios días en ello y finalmente lo he decidido. Lo hago por tu bien y por el mío. Nos estamos haciendo daño: tú a mí y quizás yo también a ti. Cada vez me resulta más pesado acercarme: buscarte, abrirte, explorarte son cosas que ya no hago con placer. Me resulta difícil y, por si fuera poco, cuando estoy dentro de ti, te siento tóxica, como si me estuvieras envenenando. No me interesas ya y pienso que tu compañía es una pérdida de tiempo. Te imagino mientras lees esto y seguramente le echarás la culpa a los años. En parte tienes razón, soy un hombre del siglo pasado. Pero creo que si tuviera veinte años procedería de la misma manera. Es que me he cansado ya de tanta tontería: de los grupos que haces, de los amigos que repentinamente traes a nuestras citas, de las suplantaciones que propicias. No creo, además, que puedas mejorar. Crecer sí, pero mejorar ya no, porque tú tienes un problema estructural. Como todo en la vida, alguna cosa buena tendrás. Lo sé, lo sé. Pero me resulta difícil individuarla. Es que yo nunca pensé que entre nosotros pudiera haber algo. Me acerqué por culpa de los amigos que habían estado contigo y que creyeron que yo también la pasaría bien dentro de ti. Pues resulta que no, que aunque me haya tomado mi tiempo para dejarlo y te haya visitado varias veces a la semana durante más de un año, no la he pasado tan bien. Reconozco que mi mujer ha tenido algo que ver en todo esto, pero tampoco tanto. Alguna vez me ha dicho que hasta cuándo, que si no me parecía suficiente, pero no te creas que ha insistido mucho. Creo que ella presentía que tú y yo llegaríamos más temprano que tarde a este momento. El asunto es que esto ya no tiene sentido y que la nuestra no es, como tú sueles proponer, una relación para confirmar o ignorar. No señora, esto es para cancelar, para eliminar, un contrato por rescindir. Yo a ti no te quiero ver más nunca y no quiero que tú vuelvas a hacer ninguna referencia a mí. Vete ya, piérdete de mi vista. No me jodas más con tus invitaciones ni con mensajes en mi buzón. Ya no quiero nada más de ti. Los amigos que compartimos sé que lo entenderán y siempre podremos coincidir en otros puertos. Espero que éstos sean mucho más reales que el tuyo. Ha llegado entonces la hora de dejarlo, querida. No insistas más. Es suficiente, nunca más volveré a visitarte ni verte. No volveré a pensarte. Tampoco a teclear las letras de tu nombre. Te has ido ya. No existes, ¿sabes? Ya no existes en mi vida. De hecho, ésta es la última vez que te nombro, querida Facebook.

9 abr 2011

Albacete





Hasta el día de ayer nadie había pronunciado la palabra Albacete en esta casa. Ni por bueno ni por malo. Sencillamente porque no había sido necesario y porque en principio no había ningún vínculo con ese lugar del mundo, aunque ahora que lo pienso el gran Benito Picazo, que ahora cura los huesos de Gandía, en alguna ocasión me habló de su infancia albacetense y me describió un paisaje vecino a Alcalá del Júcar.

El asunto es que ayer estábamos los cuatro en casa haciendo una colección pedicular. Eso, la colección pedicular, es jugar a poner los pies de cada uno, ocho en un total de cuatro bípedos, sobre el mismo reposapies mientras vemos el partido de fútbol.

Dos son las cosas en que esposible reflexionar al respecto. la primera tiene que ver con el espacio: las casas pueden ser grandes o pequeñas pero siempre luchamos por apretujarnos en espacios imposibles. La segunda se pregunta por el fútbol. ¿Por qué el fútbol? Pues porque te distrae y te permite hablar, no de fútbol, que eso es para futbolistas y aficcionados, sino de otras cosas.

En eso estábamos, hablando de otras cosas, cuando Giuliana mencionó la posibilidad irreal (en este momento no tenemos dinero para pagarlo) de un viaje a Sidney, en Australia.

Alessandro en seguida le replicó:

-No, a Sidney no. Yo quiero ir a Nueva York.

Yo, Slavko, siempre en el plano de las irrealidades, voté por DF, un capricho tan antiguo como insatisfeccho.

En esa estábamos, pujando por el Este y el Oeste sin esperar nada más que el final del partido, cuando se escuchó por primera vez la palabra Albacete en esta casa, al menos desde que nosotros la habitamos.

Quien la pronunció fue Letizia, nuestro sol de cuatro años, la única de la casa que ha nacido en España.

-Yo quiero ir a Albacete.

-¿Qué has dicho? ¿Adónde quieres ir? -le preguntó Giuliana tentando casi la equivocación de la niña.

-A Albacete. Al - ba - ce - te.

No sabíamos si respirar o reir. Giuliana y yo enmudecidos.

Menos mal que Alessandro tuvo a bien intervenir para salvarnos.

-¿Albacete por qué, Leti?

-Porque los abuelos de mis amiguitas viven allí.

No lo sabíamos realmente, tampoco sabíamos muchas cosas sobre Albacete, pero poco a poco no estamos empapando. El sábado próximo iremos allí. Gracias a Leti.

3 abr 2011

Enfermeras cuando llegan

No sería posible mi vida de médico sin enfermeras. No es que quiera ponerme cursi otra vez y recordar a la enfermera que ayudó a parir a mi madre en una sala del Ateneo de Valencia, en la inauguración del Michelena de 1970. Por supuesto que no. De quien quiero hablar es de Rosario, esa negrota bella y magnífica que se encargó de hacer en mi nombre todas las tareas quirúrgicas que llegaron al Ambulatorio de La Guásima durante mi año de rural. Si ella no se hubiera encargado de drenar los abscesos, de arrancar las uñas, atender los partos y aliviar las fístulas que llegaban a cada minuto, los pacientes habrían protestado, los jefes del departamento de Salud me habrían sacado de sus listas y yo no habría podido cumplir con el dichoso artículo 8, requisito entonces indispensable para emprender carrera.

Ahora adornan mi trabajo otras enfermeras. Cuando me toca hacer una guardia de 24 horas, las veo marcharse y llegar varias veces. Quiero decir con esto que, en esos mil cuatrocientos cuarenta minutos, presencio por lo menos en dos ocasiones el cambio de turno. Mucho más vistoso que cualquier cambio de turno en Londres o en Amsterdam, cambios militares incluidos si acaso no ha sido clara la referencia. Inicialmente, las enfermeras que ya han trabajado ocho horas desaparecen de manera imperceptible. Sus casacas blancas se funden con las paredes y durante un minuto resulta más fácil ganar la lotería que encontrar una. Si el ojo es atento y se asoma al pasillo más allá de la puerta corredera, verá que las del nuevo turno llegan apresuradas vestidas de calle, como si se tratara de un desfile de muñecas. Así como llegan las nuevas van saliendo las otras e inmediatamente, todo a través de la misma puerta, salen las del nuevo turno vestidas de blanco y olorosas a colonia. Inmediatamente están junto al mostrador, discutiendo su ubicación que leen e interpretan en una cuadrícula milimétrica.

Sucedió una vez, esto lo vi hace dos o tres años, que un vendedor de flores llegó al hospital con un tobillo que pensaba fracturado pero que apenas resultó esguince. Mientras le ponían la férula llegaron otros vendedores asustados pensando en amputación, operación y todas esas cosas. Su preocupación se transformó en alegría cuando vieron salir completo al compañero justo en el momento del cambio de turno. Flores las enfermeras. Flores también en las manos de los vendedores. Estos últimos decidieron darle una a cada una. Y así cada enfermera llevaba una flor entre las manos. Entrantes y salientes.

28 mar 2011

Coleccionista de Invizimals



Era Elvira Lindo quien en sus artículos dominicales llamaba "mi santo" a su escritor marido. En mi caso, "mi santa" es y no es Giuliana, la muchacha que cuida a mis niños, pero "mi santo" es Alessandro, mi hijo de siete años. Por él, gracias a él, soy seguramente una mejor persona y no mando al carajo a dos o tres personas de las que sigo pensando que son lo que son pero no me importa. Con él, he reaprendido a jugar fútbol, a ir en bici, a pasar las tardes sin hacer nada, a escuchar mi nombre sin sentirme aludido, a tolerar las piscinas, a disfrutar la compañía de los otros, a vivir pensando sin que parezca que pienso y una cantidad infinitas de cosas que (lo siento, lo sé) me mejoran, me ayudan y sobretodo me permiten una cuarentena decente. Es mi santo, pues. Y con él, de manera razonada, incluso he coleccionado cromos. Claro que de pequeño yo también los coleccionaba, pero les llamaba barajitas y nunca llegué a rellenar más de dos ventanas en una página. Recuerdo un álbum de animales, que mi madre toleraba por sus presuntas bondades pedagógicas, en el que llegué a poseer la barajita del armadillo. Alguno de fútbol, otro de aviones con mi compadre Zenzola y un amigo que luego se hizo aviador y ahora dirige despegues y aterrizajes en los aeropuertos de Venezuela. Pero nunca fui un coleccionista verdadero. Me gustaban, sí, los juegos de manos a través de los cuales los compañeros intercambiaban barajitas durante el recreo, pero nuca pude personificarlos: me limitaba a observar la audacia y el tesón de los verdaderos coleccionistas, a quienes siempre, al final de la temporada, era posible ver con los regalos que les mandaba la editorial. Con Alessandro, incluso he resarcido esa parte de mi vida. Él sí es un coleccionista y poco a poco, piano piano, ha incorporado destrezas para el intercambio. Hace dos años estuvo a punto de terminar un álbum de cromos futbolísticos y, gracias a su talento y a la generosidad de una cajera de El Corte Inglés, el año pasado terminó el de Bob, el imbécil esponja. En las últimas semanas, se ha ocupado de Los Invizimals, unos bichos monstruosos, invisibles al ojo humano que sólo se pueden ver a través del visor de la PSP. Alessandro me ha obligado a comprarle sobres en el quiosco del pueblo e incluso, cuando en Puzol se agotaron, encargárselos a Isidro en el Hospital. Ha sido bastante hábil intercambiando los repetidos en el colegio y, porque se lo merecía, la semana pasada me metí en la página web de Panini y pedí los dieciocho que le faltaban. Hoy han llegado a casa y, cuando había terminado de pegarlos, se lo dije con alegría y admiración:


-Caramba, Alessandro, yo nunca logré completar un álbum y tú ya llevas dos.


Alessandro no sólo me escuchó sino que vino hasta donde yo estaba a darme un abrazo.


-Papá, estos dos álbumes los hemos hecho entre los dos. Tú también eres un coleccionista.


Si mi santo lo dice, yo obedezco y asumo. Por ello, aviso a los colegas que pueda haber por allí que tengo repetidos varios Invizimals MAX, el 122, el 124 y el 129, los más difíciles de conseguir. También tengo la barajita del armadillo y una primera edición del Manual de Carreño. Interesados, hacer ofertas a través de este medio o a través del teléfono de Pizzas pizzas pizzas, en Valencia del Rey.

21 mar 2011

Aporía del escritor: un lector, qué importa que no sea ideal

Pero que tenga dientes, que no los tenga.
Que sea delgado o delgada, gordo o gorda.
Que tosa cuando se le meta una mosca en la boca, que nunca tosa.
Que visite a los muertos en la funeraria o en el cementerio.
O que nunca los visite y prefiera verlos en el hospital o incluso antes de caer enfermos.
Que sea neurótico o psicótico, incluso neuropsicótico.
Que ame las flores o que las odie porque es alérgico.
Que vaya en bicicleta o metro, en autobús o coche.
Que camine.
Que le guste el ron. Que sea abstemio.
Que alguna vez le hayan dicho que no.
Que diga sí casi siempre.
Que sea millonario o que tenga problemas con el banco.
Que esté en el paro o trabajando como un cosaco ya recuperado de la borrachera.
Que tenga hipóteca o se niegue a tenerla.
Que haya leído "El banquero anarquista" de Pessoa porque el director de su banco se lo regaló en navidad o que piense que un banquero nunca sería anarquista.
Que coma fruta, dulces, pan, carne, arroz o vegetales.
Pero que alguna vez haya deseado armar el cubo mágico (el de los cuadrito de colores, ése), no importa que lo haya logrado la vez primera. No importa, no.

12 mar 2011

Epitafio de un cuartiento

Aquí hubo un cuartiento. Era un cuartiento que comenzaba con un electricista y terminaba con una referencia a Pitol, al gran Sergio Pitol. No era bueno ni malo. Pero, puesto a elegir, quizás el mismo texto habría pedido ser malo. Resultón de ser posible. Eso era: un texto resultón, flojo y acomodado. Un texto más, otro así pero que al pincharlo producía incomodidad a su autor, Prurito y escozor sin saber por qué y sin ganas ni tiempo para averiguarlo. El problema pudo ser la ilustración, pero éste es, ya se ve, un claro intento exculpatorio. Es más probable que la culpa la haya tenido el desempeño fácil, onanista y precoz (no hablo ya de años sino de minutos) del escritor. Bien merecido tiene entonces su final. El muy cabrón. Por fastidioso. Por hacerme perder el tiempo. Por haberme privado de media hora de juego con mis hijos. Porque en esos minutos también pude haber salido con la bicicleta. O tumbarme en el sofa, no importa que esté roto. O sentarme en el jardín para que el polen terminase de asesinar mis mucosas. Por imbécil. Por huevón. Por eso lo destruí. Me metí en la cuenta e hice click en eliminar entrada. Así, zas, zas. Vete, cabrón. Pinche pierdetiempo. Puto cuartiento. Mucho más fácil que cuando había que sacar el papel de la máquina de escribir y tirarlo a la esquina. Simplemente chíqui chí. Y ya no estás. Pobre cuartiento. Tampoco era tan malo. A mí lo del santo al cielo realmente me gustaba. Y lo del ángel de la guarda. Pero ya no estás, cabrón. Ya te has ido. Ya no existes. Fuiste un cuartiento más y por tan solo 48 horas. O 36, no sé muy bien. Ya no queda nada de ti. En tu lugar vendrán otros, aunque no muchos, no te creas. Pero ya no estás tú. Imbécil, idiota, pesado. Cuartiento malo. Vete ya y no se te ocurra volver.

1 mar 2011

De la noche en que fui a una cena a la que no había sido invitado


No fue del todo así. O sólo lo fue en parte. Uno de los comensales, A, me había invitado a cenar pero, sin que yo me diera cuenta, su cena había sido engullida por la cena de otro amigo, B, que entonces se había convertido en el anfitrión. Es por eso que los días de postguardia son para ver películas malas, fisgonear en Internet o publicar un cuartiento, pero no para más, mucho menos si significa salir de casa. Algo de eso me habían recomendado C y D. Porque si hubiera sido cualquier otro día yo me habría dado cuenta inmediatamente del golpe de estado, habría inventado una excusa, un pretexto cualquiera, y no habría ido a cenar ni a nada. Tanto yo lo que quería era dormir y la posibilidad de meterme algo en la boca no estaba en mi lista de prioridades. Pero fui a cenar sin darme cuenta de que ya no existía el plan de A sino el de B. Y por lo de la postguardia no me daba cuenta de las indirectas:
(A es director de cine. B es escritor de telenovelas. C es comentarista deportivo de la televisión. D es cirujano).
-Pero, ¿vienes a cenar? -me preguntaba B insistentemente.
-Pues sí -yo entonces, lo juro, me refería a la cena de A.
-Es que sólo hemos reservado para quince y contigo serían dieciséis.
A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K ...
-Sí, sí, no hay problema -insistí medio adormilado, sin entender nada, seguro de que A me habría incluido en la reserva, preguntándome más bien quién sería ese incómodo no invitado que insistía en meterse en el grupo: ¿L?
Fui entonces a cenar y no me privé de nada. Cuando trajeron la carta de vinos, pedí el más caro: A no se enfada normalmente por esos asuntos. De los platos, el mejor, el más grande: A es generoso y si uno no acepta su generosidad se molesta un poco.
(A es ingeniero. B es propietario de una red de ludotecas. C es médico de urgencias. D es carpintero).
Las otras quince letras, A incluido, me miraban extrañados y yo pedía más y más, pensando que quizás sus miradas eran simplemente un efecto de la postguardia. Y, de alguna manera, eso eran: ellos no entendían cómo yo podía comportarme así en una cena a la que no había sido invitado y yo estaba seguro de que estaba en la cena de A.
A la hora de opinar, tampoco fui comedido. Hablé de todo: de hombres, de mujeres, de animales, niños, gobernantes e impuestos. Las letras todas me miraban como alucinados. Quizás estoy hablando mucho, pensé antes de callar un poco y empezar a masticar. Igual continuaban mirándome: qué extraño, es posible que tampoco ellos hayan dormido.
Con el postre, tampoco me pude contener y acepté nuevamente la generosidad de A.
(A tiene un vivero. B construye caminos para el gobierno. C bebe cerveza alemana. D lee periódicos deportivos)
Fue en el último acto, en el momento de pagar, cuando vi que A miraba a B, que a su vez sacaba los billetes lentamente, que me di cuenta de que allí sucedía algo muy raro y, por primera vez en toda la noche, empecé a sentirme incómodo, sin saber a ciencia cierta qué era lo que me incomodaba.
Me despedí del grupo y comencé a caminar rumbo al apartamento.
Cuando llegué a la esquina pensé que lo que me había incomodado tenía que ver con la política: D es anarquista radical (al menos así se presenta), pero ya en la escalera deseché la posibilidad: a mí no me importa la política.
(A vende una cosa. B te la lleva a tu casa. C hace algo para que comas. D es médico de urgencias).
Metí la llave de la cerradura y grité: Eureka. No porque la puerta se abriese, sino porque entonces estaba convencido de que la incomodidad estaba relacionada con los impuestos. A los cuatro minutos, mientras me cepillaba los dientes, aborté el camino: a mí los impuestos me importan un comino.
Apoyé la cabeza en la almohada y creí haberlo solucionado todo: fue lo de los perros, cuando hablaron mal de los perros. Así pude conciliar el sueño, pero cuando desperté, supe que tampoco ésa era la respuesta correcta: para bien o para mal, yo no tengo mascotas desde hace más de diez años.
(Ninguna de las anteriores es la respuesta correcta).
Entonces, ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué todavía me siento mal? Eso era lo que estaba preguntándome hasta hace unos minutos cuando me di cuenta que si A no había sido el anfitrión,yo me había colado en la cena de B.
Aclarada la duda, comencé finalmente a sentirme bien y, para que el día siguiera enderezándose, me dije en voz alta:
-Voy a escribir un cuartiento.
-¿Sobre qué?- me preguntó el vecino a través de la pared compartida.
-Sobre la primera huevonada que se me ocurra -le respondí o simplemente soñé que le respondía.

24 feb 2011

ÚLTIMA ENCÍCLICA PAPAL SOBRE EL CELIBATO

Curas del mundo. Venga. A casarse y reproducirse todos inmediatamente.
El verdadero celibato es el matrimonio con hijos.