Ni cuentos ni artículos. Tampoco articuentos o cuentartículos. Se trata de cuartientos.
28 dic 2011
El hijo
El hijo camina
y crecen
sus huesos
sus cabellos
cambia los dientes
sonríe
aprende a decir
sobaco
hueco
axila
se ruboriza
cuando ve escenas de amor
en la tele
niega que ame
a la niña más bella
de su clase
y quizás sea cierto
porque miente poco
el hijo
mi hijo mayor
nada más reconfortante
que su abrazo
18 dic 2011
CUARTIENTO DE NAVIDAD
Que te traten bonito. Que te vaya mejor.
Que no te toque trabajar en los días señalados y, si te toca, que te puedas conectar a la red para leer Cuartientos.
Que no te obliguen a cenar en compañía de la familia política. Y si lo hacen que te expliquen por qué. ¿Por qué la llaman familia, por qué política, si no es ni lo uno ni lo otro?
Que tengas huéspedes agradables en casa o un anfitrión generoso.
Que los niñitos te quieran.
Que te regalen lo que de verdad deseas o que no te regalen nada.
Que a nadie se le ocurra contar delante de ellos que una vez te disfrazaste de Papa Noel.
Que te inviten a comer una hallaca y puedas hacer en casa tu propio pan de jamón.
Que el vino sea tinto.
Que no te fotografíen borracho ni desnudo y, si lo hacen, que no cuelguen las fotos en ninguna parte.
Que no tengas que conectarte mucho a facebook.
Que recibas una llamada bonita e inesperada.
Que te deseen feliz navidad en tu lengua o con una voz bonita.
Que veas una flor. Mucho mejor si la planta crece en tu balcón.
Que te toque la lotería o que te des cuenta que la lotería ya te ha tocado.
Que te den un beso, pequeño o grande, un beso sincero.
Que se te escape una lágrima. Y una sonrisa.
Que comas y no te preocupes por engordar.
Que esta navidad sea intensa e interna, que ocurra dentro de ti. Que la máquina de coser no se dañe.
2 dic 2011
BARBIE, la novelita
Post-scriptum (por Alfonso M: M de Morfinómano, Mujeriego y Materialista). Barbie, bípeda multiforme. Si no tienes whisky, no toleras la publicidad y no quieres meterte en una historia de santos, huesos y ministros del gobierno de Ante Pavelich, pero quieres leer Barbie, te quedan dos posibilidades todavía: intentar comprar el ejemplar que presuntamente firmó Enrique Vila Matas haciéndose pasar por Zupcic (nunca llegó a sus manos, seguramente todavía está a la venta) o simplemente esperar una próxima edición. Próxima, muy próxima.
22 nov 2011
Asamblea los martes
15 nov 2011
El mejor vino del mundo
9 nov 2011
Las cuatro hermanas
28 oct 2011
PAPILLON'S WAY
24 oct 2011
MaraVillas de Italia
Quiero recordar en estas líneas dos maravillas que me permitió conocer Armando, el propietario del equipo, en cuya casa debía comer todos los domingos.
La primera: "la pesca col vino".
—Vedi, si fa cosi —decía mientras hacía caer trozos de melocotón en cada copa—. Adesso, devi aspettare: due, tre, quattro minuti. Mientras el tiempo pasaba, probábamos los dulces que iban llegando a la mesa. Ya al final, antes del café —en verdad habían pasado, veinte o treinta minutos— cada uno cogía una cucharilla y empezábamos a sacar y comer los trozos de melocotón
Enriquecido, el melocotón había ganado al menos dos meses más colgado del árbol de la vida y se convertía de golpe y porrazo en el sabor más corposo de toda la comida. Lo masticábanos lentamente como si fuese la carne de un animal noble y a cada rato zio Armando interrumpía su rito deglutorio para cantar las maravillas de la fruta local.
—Madonna mia, come è buona questa pesca.
Luego atacábamos el vino. Era como venir de vuelta, deconstruyendo el sabor del melocotón, también el del vino, convirtiéndolos a los dos en uva dulce pero con un toque ligeramente amargo y a nosotros en armadores de un barco ebrio, como un poema de Teófilo Tortolero.
—Ti piace, vero?
Claro que sí, me gustaba muchísimo. Así, el rito podía multilplicarse por dos o tres.

—Sì, pure oggi abbiamo mangiato — repetía alguna voz en el fondo, quizás en la cocina.
Finalmente, era zio Armando quien cerraba cualquier intento de discusión y levantaba la sesión pronunciando las palabras mágicas de cada domingo:
—Tarallucci e vino.
Ésa es la segunda maravilla a la quería referirme hoy. Tarallucci e vino. Los taralli —una suerte de rosquilleta torcida, pero mucho más sólida y especiada— mojados en vino. No se trataba de una nueva invitación a la comida, sino de que zio Armando usaba la expresión para señalar que todo había transcurrido bien, felizmente.
Se refería a una felicidad máxima, terrenal y sublime al mismo tiempo, la del goce de estar en la mesa conversando en familia y comer tarallucci e vino mientras el tiempo pasa, el tarallo se ablanda y el vino humedece sus poros y nuestras papilas.
Tarallucci e vino. Si los delanteros no se hubieran lesionado, el equipo no habría descendido a la Serie C y yo me habría quedado en sus sabores para siempre.
18 oct 2011
LIBROS USADOS: BARBIE, POR ENRIQUE VILA MATAS
12 oct 2011
Cien razones que convierten a El Padrino en la mejor novela del mundo
21 sept 2011
CUMPLEAÑOS
Recuerdo los treinta rodeado de amigos en Barcelona, la promesa incumplida de hacer una gran fiesta para los cuarenta y, especialmente, dos de esos días: el de cumplir veinte y el más reciente, los cuarenta y uno.
A los veinte, como todo el mundo quería cumplir veinticinco y no tenía nada preparado. Por si fuera poco, ese mismo día mi tío Pablo protagonizó una pequeña desgracia familiar y las mujeres de la familia corrieron en su auxilio. Eso significó que, a pesar de ser el día de mi cumpleaños, me quedé absolutamente solo durante toda la tarde y parte de la noche. Menos mal que a las cinco de la tarde sonó el timbre: era Gustavo, mi amigo de entonces y de siempre, el padrino de mi hija Letizia. Me hizo compañía, grata y amable, durante más de dos horas. Nos recuerdo sentados junto a la casa y frente a la montaña, hablando de cualquier cosa, celebrando sin saber qué celebrábamos, pasando el tiempo sin pensar que construíamos un momento bonito, fundamental e insuperable de la vida.
El cumpleaños más reciente fue hace muy poco. Empezó a comienzos de mes cuando vi la plantilla de guardias en el hospital. Día veinte, ¿médico de guardia?: Slavko Corazón de Jesús Zupcic Rivas. Guardia el día de mi cumpleaños. Lo asumí sin rechistar: un poco fatalista, otro realista. Además, guardia cambiada, seguramente mala. Mejor no hacerlo. La noche anterior, mis hijos me dijeron que no importaba. Y la guardia comenzó buena. Sólo me quejé en un momento durante la tarde. Hablaba con mi madre al teléfono y le dije que nadie me había cantado las mañanitas. Es una costumbre de la casa materna, de cuando éramos cuatro, que yo pretendo prolongar con mis hijos, pero como salí temprano de la casa mientras todos dormían esta vez había sido imposible. Era entonces un cumpleaños sin mañanitas y me hacían falta, pero no tanto porque estaba bien, muy bien. Trabajé un poco, otro, y cuando la guardia se relajó respondí algunos mensajes. Luego, a las doce y media, me fui a la habitación, a leer el periódico, y me quedé dormido. Al rato sonó el teléfono: era el supervisor que anunciaba un paciente. Me alcé sin quejarme y me asomé al pasillo. Pensaba entrar directamente a la consulta, pero el supervisor me hizo saber con sus gestos que el paciente estaba en la sala de espera. Fui hasta allí. Al apenas entrar, los vi a todos, los enfermeros y celadores con quienes había trabajado durante el día sosteniendo una torta de chocolate y una guitarra imposible. No lo podía creer entonces y todavía me cuesta. De sus bocas y de sus manos salían los acordes de una canción que he escuchado casi cuarenta y un veces en mi vida: las mañanitas, las mañanitas del Rey David. Los abracé uno por uno y, acariciando con la lengua un trozo de torta, terminé de pasar un cumpleaños bello y extraño, seguramente especial.
18 sept 2011
Cuando muere un vecino
De todas maneras es necesario reconocer que todo ha sido muy aseado. No ha habido gritos ni llantos. No he visto carros fúnebres ni mujeres de luto. Mucho menos afiches en la calle anunciando el deceso como he visto hacer en Grecia y en Italia.
Simplemente un vecino muerto y un jardinero que me lo ha dicho cuando intentaba contratar sus servicios.
Ahora ya lo sé todo: que ha muerto, que la casa está en venta, que en los últimos días había estado muy mal. Incluso he hablado con su viuda. Me he puesto a la orden. No sé para qué. Imagino que para algo que tenga que ver con la casa: regar las plantas, darle la llave al agente de la inmobiliaria, esas cosas.
Hoy nuevamente había ruidos en su casa. Estaban los hijos y los nietos. Y, cuando salimos a tirar la basura, vimos junto a la puerta del garage algunos libros y dos televisores. Estaban allí para que alguien los cogiera, pero no me atreví. Pienso en los libros. Si alguno vale la pena, llegará a un negocio de libros usados y quizás allí lo encuentre. Pagando, claro. Como tiene que ser.
13 sept 2011
TODOS LOS DÍAS EL TREN
Somos los médicos de tres hospitales, fundamentalmete. Allá el internista. Más allá el nefrólogo, algún psiquiatra. Muchos residentes y ningún traumatólogo ni cirujano, que siempre tienen prisas y prefieren la gasolina.
El resto del pasaje son empleados de tribunales, educadores y algún vecino, paciente o acusado, que debe curarse o defenderse.
El otro día, en el momento de llegar al destino, uno de los acusados se desmayó. Se veía que no era nada muy grave, más actuación que cualquier otra cosa. Y, además, el que se detuviera llegaba tarde a la sesión.
Todos los médicos desaparecimos. Nos escurrimos por las puertas del vagón, silenciososamente.
Así, el paciente fue atendido por sus abogados.
9 sept 2011
MÉDICOS FRUSTRADOS
Otro modelo es el cuidador informal: alguna vez pretendió estudiar medicina o quizás no, pero de tanto cuidar a su pariente cree que lo sabe todo sobre la enfermedad y cada vez que se encuentra frente a un médico (especialmente si se trata de un especimen joven) intenta apabullarlo con su saber y su maltrato. El paciente también puede ser un médico frustrado e incluso el mismo médico: este último en la fase formativa y al final de la carrera fundamentalmente. De estos últimos recuerdo un oftalmólogo que justificaba su desidia en la convicción, adquirida al terminar la universidad, de que nunca ganaría el Nobel de medicina.

Cuando eso suceda, que sucederá pronto, volveremos a leer el Fausto de Goethe: refiriéndose al médico decía "no quisiera tal vida un perro". Es una verdad absoluta y, aunque no es así en el planteamiento original, el de Goethe, seguramente ahora ese desdén estaría relacionado con las noches sin domir, la presión asistencial, las secreciones y la batalla mayormente perdida frente a la muerte. Pues aunque parezca imposible la vida del médico frustrado es mucho peor.
20 ago 2011
ENCUENTRA EL AMOR: LEE CUARTIENTOS
14 ago 2011
Dos (cuar)tientos

Como una niña sin padres, que ha ganado recientemente la primitiva, la joven doctora va y viene, mueve las piernas, se agita y grita, reclama, ordena, camina y atiende, siente que puede curarlo todo, hacerlo todo, destruirlo todo.
Nada le es ajeno, tampoco indiferente. Es niña, es doctora, es primitiva y hace apenas dos días, convirtiéndose en especialista de urgencias, ha ganado la lotería.
Incluso cuando en la mitad de una guardia entra al baño y enciende la luz, una ambulancia la persigue generándole miedo, mucho miedo.
Por eso corre y grita, se agita y maltrata.
La joven doctora.
5 ago 2011
Colector de eses

-Es necesario recoger las heces -indiqué como médico de urgencias mientras atendía una diarrea. Al rato los vi -eran padre e hijo- en el patio del hospital atrapando volutas de humo en una bolsa de plástico.
El padre fumaba y el hijo intentaba atrapar las volutas más delgadas.
-Atrapamos las eses -me dijo el padre sonriendo luego de apagar el cigarrillo.
-No se trata de eso -le respondí seriamente.
-No me diga que había que atrapar las ces: hemos desechado tantas.
-Oíga. Está hablando con un médico -dije impostando la voz como si fuera el gran F. -Usted sabe muy bien que dije heces, no eses.
Entonces vi que el niño sonreía: con los dientes y con los ojos. Seguramente la fiebre ya había bajado.
-O buscar setas -dije sonriendo yo también, pensando que su mejoría bien merecía un cambio de tono. -Recuerde que ayer llovió.
1 ago 2011
Campamento de verano: esto es fútbol

Poco a poco fui aprendiendo los equipos, sus camisetas, sus jugadores, sus particularidades de juego cuando éstas existían, el puesto conseguido por el equipo en la clasificación, en tal año y en el otro. Llegué incluso a interpretar el mercado de verano e identificar sus consecuencias. Pero, mucho más importante, al menos para mí, creí comprender que el fútbol se trataba de un dibujo en que el balón, empujado o no por los pies de los jugadores, era la punta del lápiz y que era ella, la punta del lápiz, no el balón mismo, mucho menos el pie o la cabeza del jugador, la que lograba el gol al traspasar la raya blanca de la portería.
Como si esto no fuera suficiente, cuando Alessandro, mi hijo mayor, cumplió tres años le regalaron dos balones de fútbol y fue necesario patearlos frente a él primero en el corredor de la casa, luego en la calle y finalmente en el patio del colegio, a la hora de recogerlo. Más todavía: después del balón, los cromos: cada septiembre de los últimos cinco años hemos comprado el álbum de la liga y en una ocasión apenas nos faltó un cromo para acabarlo.
Nunca pensé que esto podría ir a más hasta que en mayo de este mismo año la italiana que cuida a mis hijos (Giuliana, mi novia de toda la vida) me comentó que Alessandro quería ir en el verano a un campamento de fútbol. Me pareció natural y, aunque no era necesario porque ya ellos así lo habían decidido, bendije el proyecto.
Por ello, todas las tardes de la primera quincena de julio me tocó recoger a mi hijo en un antiguo campo de naranjas que hace siete años fue convertido en academia de fútbol. Ël siempre se mostró entusiasta, pero desde el primer día lo vi un poco aplanado.
-¿Qué has hecho hoy? -le pregunté después del abrazo.
-Fútbol. Mucho fútbol.
-¿Todo el tiempo?
-Sí, todo el tiempo.
No insistí, pero al día siguiente, aprovechando la libranza de una guardia, estuve rondando la academia en horas de la mañana. Era de manera absoluta un campamento de fútbol, sólo de fútbol. Cuando los niños no estaban entrenando en el campo, escuchaban una clase teórica o veían una película siempre temática: el balón rodando sobre la hierba empujado por el cuerpo sin manos de los jugadores. Fútbol al cien por ciento. Incluso en los descansos o durante las comidas a través de los altavoces transmitían canciones a tema donde todas las rimas, gracias a Shakira fundamentalmente, buscaban el gol.
En las tardes, venían los padres y la organización ponía a los niños a jugar. Los padres obviamente hablaban de fútbol, sólo de fútbol, aunque en ocasiones también parecía que hablaban de traumatología:
-Dale fuerte. Abajo, Rómpelo.
Esas palabras iban acompañadas de un brillo oftálmico que mi imaginación relacionaba con la parte más tangible de lo intangible: la hipoteca a pagar, el futuro, los nietos. Había allí, era obvio, mucho más que el descerebrado plan de divertir a los niños durante las vacaciones. En esas miradas había un proyecto, una forma de vida, un sueño quizás.
Los entrenadores, no podía ser de otra manera, participaban del asunto y en ocasiones se acercaban a los padres más ávidos alimentando su ilusión:
-El muchacho promete, ya verás.
Mayormente se limitaban a hablar con los niños, a gritarles a veces.
-Venga. Si te han hecho gol, ve a por el balón y prométete que la próxima vez no te lo meterán.
Ëse era el entrenador de porteros a quien, puedo jurarlo, en una ocasión le escuché decir la mitad del título de este cuartiento:
-Agacha el culo, esto es fútbol.
Pero fue el decano de los entrenadores, un buen hombre sin lugar a dudas, quien me ayudó finalmente a entender de qué cosa se trata el fútbol.
-El balón es parte de tu cuerpo -les decía a cada rato a sus niños, ninguno mayor de diez años, ninguno menor de siete.
-El balón es parte de tu cuerpo. Y va a ser así por el resto de tu vida -les gritaba mientras los padres sonreían y pensaban en cómo pedirle un préstamo al banco para que los niños se quedaran en la academia luego del verano y de la academia saltaran a las escuelas de fútbol de los grandes equipos y de éstas al estrellato.
Eso es lo que hay y finalmente lo entiendo. Nada de poesía estilo Valdano ni de filosofía Guardiola. El fútbol es una gran empresa -lo intuía, la fábula del lápiz era demasiado bonita- en que luego de captar a los niños valiéndose de las redondeces del balón, de su parecido a una manzana podría decirse, les aplanan el cerebro, les impiden el uso de las manos, amputándoselas casi a pesar de la importancia de ellas para la especie humana, y como les han quitado una parte del cuerpo le dan otra: el balón.
Asi nace el dibujo que vemos en el campo de fútbol y mayormente en la pantalla del televisor. Pues no vale la pena y la Sociedad Protectora de los Niños (¿existe?), o la de los animales, debería protestarlo.
28 jul 2011
CORAZÓN DE JESÚS
-Entraré, lo sé -me digo en voz baja mientras subo las escaleras en dirección a las oficinas administrativas.
Cada vez más hablo más solo y mi hijo me llama soliloco.
-No se dice así, se dice soliloquio -lo corrijo por si acaso.
-Cállate un poquito, soliloco.
Cuando llego al segundo piso, por la altura alcanzada, me encuentro frente a la imagen que corona la fachada de la iglesia. No es un crucifijo, tampoco una Virgen, es el Corazón de Jesús, el Sagrado Corazón de Jesús: ese invento imposible aunque sangrante y hermoso que multiplicaron los jesuitas en éstas tierras en el siglo pasado y en el otro.
Comienzo entonces a recordar la historia de un niño, un niño cualquiera al que su madre le cambia el segundo nombre a los dos años y le pone éste: Corazón de Jesús. Este cambio lo hace aduciendo un milagro pero quizás tan sólo se trataba de quitarle el nombre del abuelo paterno.
Cada vez que de pequeño el niño protesta -quizás algún día en que los compañeros del colegio se burlaron de él al descubrir su secreto- la madre le responde:
-Pero, ¿es que acaso te ha ido mal teniéndolo como segundo nombre?
El niño no sabe qué responder, pero en el fondo se ha acostumbrado a presumir de que le ha ido bien. Por eso no insiste y ahora, que comienza a envejecer, cualquier cambio es imposible o no tiene sentido.
No tengo que esforzarme mucho para recordar esta historia porque ese Corazón de Jesús soy yo, yo mismo, Slavko Corazón de Jesús, aunque todavía me cuesta decirlo. Hoy he comenzado nuevamente a trabajar en Castellón donde, se ve, abundan las referencias religiosas, específicamente las dedicadas al Corazón de Jesús.
-¿Por qué? ¿Por qué? -se lo preguntaré al párroco dentro de dos o tres días.
-Porque la provincia fue dedicada al Corazón de Jesús en mil novecientos no recuerdo cuántos -me responderá regalándome dos escapularios y un rosario.
No tendré ningún problema en creerle. Si mi madre hubiera sido el obispo de turno, tambien lo habría hecho. Me consta. Por eso me llamo Slavko Corazón de Jesús Zupcic Rivas.
7 jul 2011
Cuatierno de O
.Hay que ir. Venga –me dijeron los compañeros del trabajo.
-¿Hay que ir ya, inmediatamente? - pregunté,
-No, todavía no. Cuando venga el Inspector, nosotros lo acompañaremos. Nosotros contigo, tú con nosotros.
Fue entonces cuando comencé a sentirme nervioso. ¿Cómo será O? ¿Cómo llegaremos? ¿Qué hay que hacer antes de llegar?
El día que tocaba los compañeros lo habían preparado todo y O ya no era un globo lejano en el aire, llevándole un saludo a las abuelas, sino más bien una i latina, un hilo cogido de la mano, sujetándolo todo.
Por el calor y la sequedad, yo pensaba que O se parecería más a Pedro Páramo que a el llano en llamas, pero al final resultó ser que parecía más bien una montaña mágica.
Estábamos en su hospital -era el motivo de la visita del Inspector- y todo parecía bonito y limpio, muy limpio. Incluso los pacientes estaban contentos. Saludaban y sonreían a nuestro paso. Yo no pude evitarlo, recordé dos cosas. Una: un hospital del siglo dieciocho en que todos lucían felices porque el Doctor Roeschlaub les prescribía vino. Dos: un inspector sanitario que alguna vez vino a visitarme en el ambulatorio de La Guásima. Pero nada dije. Menos mal, menos mal.
-Este hospital es bellísimo -apuntó el Inspector y también nosotros sonreímos, tranquilos ya.
Fuimos entonces a la Dirección, que estaba en la que una vez había sido la casita del guarda.
-Es muy bonito todo, parece la montaña mágica -esta vez fui yo el que habló pero nadie intentó escucharme.
Así fue cómo me separé el grupo y comencé a hablar, frente al mortuorio, con uno de los trabajadores. Dijo llamarse Desi.
-¿Cómo que Desi? ¿Por qué?
-Es que me llamó Desiderio.
En apenas un minuto se lo conté todo. Desiderio es mi santo preferido. De pequeño rezaba ante sus huesos en el Colegio Don Bosco. Luego supe que había muerto junto a San Genaro en Pozzuoli, donde nació Sofía Loren.
El hombre estaba contentísimo. Prometió que alguna vez iría a Venezuela a visitar las reliquias. Yo tuve que despedirme de él y, cuando me encontré con mi grupo, lo dije:
-He conocido a Desiderio.
-¿De verdad? ¿Y le dijiste que tienes una novela dedicada a su santo?
-No, eso no se lo dije.
-Pero, ¿por qué?
-Es que eso sólo lo saben los amigos -contesté y fui a despedirme del Inspector.
-Su visita ha sido reveladora. Rebelladora.
29 jun 2011
Consulta 184

Los pacientes vienen y se van, a veces vuelven. El primer día en este hospital un hombre intentaba venderme un automóvil.
-Veinticinco mil, apenas vinticinco mil. Prácticamente nada.
El segundo día lo vi, el mismo hombre, en un concurso de la televisión. Ganó quince mil: saltaba y gritaba, anunció que se iría a Egipto con toda la familia.
El tercer día un paciente dijo llamarse Winston Churchill. Tenía un brazo roto, pero no vino a mi consulta por eso, sino porque necesitaba un informe para que le dieran la pensión.
-¿Seguro que usted es Winston Churchill? -le pregunté porque lo vi muy joven y negro, demasiado diferente al de los libros de historia.
-Sure.
Pues hice el informe.
Al día siguiente, el cuarto, vino la policía a decirme que se trataba de un error. Realmente hablaron de délito: el hombre que vino a mi consulta, como no tenía documentos, había usado el pasaporte de un compatriota liberiano, más o menos de su misma edad, muy parecido físicamente.
-Ya lo sabía yo -le dije al de la consulta contigua. -El hombre que dijo llamarse Winston Churchill no era Winston Churchill.
19 jun 2011
Béisbol o fútbol: una historia de amor

a RD
Recuerdo sus ojos y, sobre todo, los rápidos movimientos de su boca mientras contaba esta historia, una historia de amor, pero no recuerdo el país en que lo hacía.
Absolutamente cierto, no logro recordar si se trataba de Venezuela o de España. Y mira que es importante en este caso el lugar, porque si se trataba de Venezuela el deporte en que se escenifica esta historia es el béisbol. Si de España, el fútbol.
El asunto es que se trataba de la historia de dos personas, él y ella, que se amaban apasionadamente. Ella era la persona que deseosa de librarse de una duda me regaló un pedazo de su vida, en un encuentro literario o en un despacho de hospital. Y él era un renombrado jugador: de béisbol o de fútbol. Ambos adoraban los automóviles alemanes. Ella los Volkswagen de color rosa. Él prefería los Mercedes azules.
Cuando él llegó para reforzar el equipo local, ella lo conoció gracias a la hija del presidente, el del equipo. Comenzaron a salir casi inmediatamente y el equipo se cansó de ganar esos dos años. Pero él no podía jugar con el equipo una tercera temporada. Tenía que partir: su carrera debía continuar y un equipo más fuerte pretendía contratarlo.
Inicialmente estaba contento, formaría parte de un equipo con el que todos querian jugar. Pero luego no, ella no podría acompañarle: los prejuicios, la familia, la falta de tiempo para organizar una boda, esas cosas.
-Si me lo hubieras dicho aunque sea un mes antes. Pero así no puede ser.
Él finalmente partió y nunca más volvieron a verse.
Cinco o diez años más tarde, ella viajaba con su familia (marido e hijos) en el infaltable Volkswagen. Lejos, bastante lejos de casa, sintieron cómo un Mercedes azul se aproximaba e inusualmente permanecía más de tres minutos detrás de ellos. Luego los superó lentamente, como si el conductor quisiera ver quiénes viajaban en el Volkswagen rosa. Ya adelante, en lugar de perderse inmediatamente en el fondo de la carretera, por otros dos o tres minutos estuvo allí, entorpeciendo la marcha.
-Es como si quisiera decirnos algo, pero no se atreve -dijo su marido y ella no respondió.
Quería mirar, pero tampoco podía. Prefería permanecer con la duda. Y así se quedó, con al duda para siempre, porque el Mercedes finalmente se marchó.
-Siempre he pensado que se trataba de él, pero no lo sé. Si algún día lo encuentro, se lo preguntaré, pero con pocas palabras, Slavko. A los futbolistas hay que decirles las cosas con muy pocas palabras.
Era un jugador de fútbol, ¿ves? Y seguramente escuché su historia en la Valencia que habito, a trescientos cincuenta kilómetros de Madrid.
9 jun 2011
Hospitales queridos: elefantes cariñosos

-En este hospital nací, aquí murió mi padre Y nacieron mis hijos. Aquí quiero morir.
Nada más parecido a un matrimonio bien llevado, mejor avenido.
En el caso de los médicos es diferente: pocas veces se asocia el hospital a las transformaciones del cuerpo aunque éstas inevitablemente terminen llevándonos a él. Se prefiere el relacionarlo con el cambio psíquico que, contra toda evidencia científica, se presume evolutivo, y la adquisición de destrezas, construyendo así una especie de Bildungsroman en que los capítulos son las plantas y los servicios del centro en cuestión.
-En este hospital me formé. Es mi alma mater. Aquí, en el sótano, diseccionábamos los cadáveres antes de que pasaran a la morgue. Allí, en la primera planta, conocí a mi primera mujer. Era enfermera de la consulta de venéreas ...
Todo esto se dice (y se vive) también a través de la obra que se cree realizada:
-En mil novecientos cincuenta y tantos, fundé este servicio. Cuando llegué, era el único especialista en ... Y desde entonces soy jefe de ...
En mi caso, no puedo evitar relacionar los hospitales con las personas que dentro de ellos he querido. También los ambulatorios. Reconozco que a mi modo es también una especie de Bildungsroman.
Así mi vida ha pasado por los corredores de cinco o seis hospitales, los mismos por los que mi cuerpo ha paseado. Los recuerdo, uno por uno.
El Hospital González Plaza, en mi Valencia natal, con mi primera ex-novia seduciendo al imbécil de GH, a quien tengo tanto que agradecer. Con Pedro Téllez y su búsqueda del himen filosofal. Con Reynaldo Pérez So, que entonces escribía el poemario Px.
El Hospital Central de Valencia: Víctor, Diana y Perecita sosteniéndome entre sus brazos luego de la muerte de Leticia, mi hermana.
El Centro de Salud de La Guásima, con Rosario, la enfermera gigante y cirujana que multiplicó mi negligencia.
El Peñón, con Elena, Alberto y Ana Lourdes. Con Katy y Rafael. Con Virginia y Jeannette. Carretera por pasillo. Árboles en lugar de ventanas. Y una ambulancia convertida en tiesto en uno de los patios.
Ahora he agregado un nuevo hospital a mi lista de elefantes cariñosos: el Hospital General de Castellón. En su recuerdo estárán para siempre Joan, Jose, Laura, Ana, Mamen, Idoia y Viviana. María Ana y Carmen. Paqui y Emilio. Félix y Mayte. Raúl y José Luis.
Hospitales del alma. Elefantes tan queridos. Si tengo que volver, espero que me atiendan mis amigos: que estén ebrios.
5 jun 2011
El nombre del padre

-Salamanca, Lisboa, América, Valencia, kilo, Oviedo -cuando estoy en España.
-Zaragoza, Úbeda, Palencia, Cáceres, Italia, Cáceres otra vez.
A mi padre seguramente le agradaba su nombre porque no sólo me lo legó a mí sino que a una mediohermana se lo regaló vestido de tul y aunque más largo empequeñecido: Slavkina. Es necesario decir que entonces mi padre vivía en Maracaibo, donde es posible encontrar personas con nombres mucho más extraños todavía.
-Sanare, Lara, Apure, Valencia, kilo, Orinoco.
-Zaraza, Uchire, Petare, Caracas, Isnotú, Caracas -en Venezuela.

Alguna vez, alguien me habló de un comic yugoslavo en que uno de los personajes se llamaba Slavko. Mirko i Slavko: ellos, dos niños partisanos que luego del comic fueron película y ahora suenan en las canciones de Gustafi y Bad copy, son el verdadero tema de este cuartiento.
Al final, a mí me ha terminado gustando mi nombre, a pesar de las dificultades para deletrearlo y si me lo hubiesen permitido se lo habría regalado a mi hijo.
-¿Y en otros países? ¿Cómo haces en otros países?
-Realmente no viajo tanto. Y si me toca pisar otras tierras, me quedo callado, no digo nada, ni siquiera mi nombre. Me limito a recordar la canción de Gustafi:
29 may 2011
Quien escribe
Cuando le preguntan qué hace, responde agricultor, estudiante o recurre a ese otro oficio, el de la fecha de pago: médico, taxista o profesor de idiomas.
Le gustaría decir “escribo, simplemente escribo”, pero dos cosas se lo impiden. En primer lugar, si así dijera, el interlocutor seguramente formularía dos o tres preguntas más: ¿cómo es eso?, ¿de qué vives?, etcétera, etcétera. O incluso se atrevería a decir alguna cosa ingeniosa como: “Bueno, pero todos escribimos, ¿acaso no aprendimos a hacerlo en los primeros años de la escuela?”. La segunda cosa es no estar seguro de poder decir “simplemente escribo” porque sabe que en sus días hay varios momentos extraordinarios que no tienen nada que ver con la literatura.
Cuando le preguntan para qué sirve la literatura, a veces se equivoca y responde cualquier cosa, lo primero que se le ocurre, pero progresivamente se ha ido dando cuenta que ésa es una pregunta que no debe responder él sino los otros: los lectores, los editores, los no lectores sobre todo.
Constantemente pierde. Ideas principalmente. Se le ocurren en el metro, en el otro trabajo o hablando con los amigos y, si no las escribe, se van volando, como vinieron. También pierde el paraguas y el celular, constantemente, hasta el punto de que ya es un parroquiano fijo de la oficina de objetos perdidos.
Pocas veces, sí, pierde sus manuscritos. Las editoriales constantemente se los devuelven, él los conserva y, aunque lucen en desorden, bastaría apenas un segundo para que él encontrase uno si alguien así lo quisiera..
Envía a concursos en ocasiones y casi siempre no pasa nada. No sabe bien si lo hace para publicar el libro rápidamente, por el dinero del premio —que, a pesar de los discursos de su mujer, no relaciona con mejoras en la casa sino con el crecimiento de su biblioteca—, para hablar con la chica de la fotocopiadora o simplemente para sentir que ha terminado el libro.
Cuando falta un día para la entrega del premio y nadie lo ha llamado, entiende que la cosa no va con él y empieza a desear que la fortuna le sonría a una persona que no sea uno de sus amigos: no le gustaría depositar en ellos su envidia.
Cuando gana, las pocas veces que eso pasa, sonríe apenas. La celebración de quien escribe no se parece a la de los ciclistas, los nadadores o los tenistas. Ni siquiera a la de los físicos cuando reciben un premio importante. Más que una alegría contenida, evidencia una preocupación. Alguien incluso ha dicho que quien escribe no sabe ganar. Parece más bien que hubiera sucedido una diminuta catástrofe en su vida y quien escribe, para subsanarla, se sienta urgentemente frente a la computadora o la máquina de escribir.
Quien escribe no se lo ha dicho a nadie, quizás ni siquiera lograría verbalizarlo, pero dentro de sí lo sabe o lo presiente: la única victoria posible en la escritura es seguir escribiendo.
18 may 2011
Sobre el valor terapeútico de la máquina de cortar césped

Si lo hace en mi terrenito, mucho mejor.
10 may 2011
Paradojas del amor binacional

3 may 2011
Un bar, por favor. Si es posible que sea de urgencias.

29 abr 2011
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Vibonati, de Vicente Gerbasi

-¿Le gustan las estatuas? -me preguntó navaja en mano el barbero salernitano, Renato Ciliberti, luego de decir que él era quien todos los miércoles ajustaba la barba de Alfonso Gatto.
-Las de militares no -respondí distraído-. Tampoco las de escritores y curas.
-Es que en Vibonati hay una de Vicente Gerbasi.
Vibonati, Vi-bo-na-ti. ¿En qué dirección de mi vida sus mujeres recogían las sábanas tendidas entre dos balcones, con los ojos cerrados porque escuchaban a Mario Lanza cantar O sole mio? ¿Dónde resonaba la voz de sus aldeanos el día de la vendimia? ¿Donde se estrechaban sus manos manchadas antes de iniciar la caza de un leopardo imposible? ¿Dónde esperaban el tren de un viaje infinito? ¿Dónde se agolpaban antes de trepar la escalerilla del barco que les permitiría convivir alguna vez con las figuras de Viviano Vargas, en Canoabo de Venezuela? ¿Dónde, dónde?
-Frente al Golfo de Policastro, exactamente frente al Golfo de Policastro -repitió Ciliberti, creyendo quizás que adivinaba mis pensamientos.
Otra vez se equivocaba el barbero. Alfonso Gatto había muerto en 1976 y, en mi caso, no se trataba de saber las coordenadas en el mapa italiano del pueblo donde nacieron los padres de Vicente Gerbasi, tampoco escuchar que para llegar allí desde Salerno debía tomar un tren hasta Sapri y luego buscar, en el horario de la compañía de autobuses Lamanna, las ocho letras de su nombre: Vibonati, Vibonati, Vi-bo-na-ti. Apenas pretendía hurgar en mi memoria, con los ojos cerrados y la loción alcoholada ardiendo en las mejillas, hasta encontrar el lugar en que la pequeña aldea viñatera del Sur de Italia había abierto por primera vez las puertas de sus casas ante mis ojos, invitándome a pasar y hundirme en sus «volcanes adustos», «sus selvas hechizadas».
Nada logré recordar hasta el momento del día siguiente en que el autobús al que había subido en Sapri -uno de esos autobuses que no se detienen ni continúan sino que simplemente giran, dan la vuelta y regresan como si hubieran llegado a un destino inconcebible- me escupió en Vibonati en compañía de una anciana vestida de negro y las gallinas que no había logrado vender en Maratea. Mientras veía a la anciana y deseaba que dejase de mirarme para caminar tranquilo o tomarle una foto a las gallinas, lo recordé: casi veinte años atrás, junto a mi gigantesca profesora de literatura venezolana en el bachillerato escolapio, llorando los dos luego de leer Mi padre, el inmigrante, escondiéndonos para no ser víctimas de las burlas de Manzo o del mismísimo cura Manolo. Allí, luego de repetir mil veces -como si fuera un miércoles de ceniza- el único verso del último canto, el primero del primero y del segundo, «Venimos de la noche y hacia la noche vamos», yo pregunté por la noche y ella dijo que la noche era Vibonati, Vi-bo-na-ti. La noche y la calle.
-Signora, ¿es verdad que aquí hay una estatua de Vicente Gerbasi? -le pregunté finalmente a la anciana de las gallinas.
-¿De quién? -repreguntó ella mientras las gallinas revoloteaban dentro del saco-. No, la única estatua que hay en Vibonati es ésa del Padre Pío -señaló la piedra pintada de bronce de este Garibaldi del siglo XX que los italianos colocan ahora en todas sus plazas.
Frente al Padre Pío, me persigné y empecé a calcular las dimensiones de un pueblo en el que ya -a la una de la tarde del primer sábado de mayo, con los dos únicos negocios cerrados- se habían ido las uvas y los panini y, a través de las ventanas, los vecinos se preguntaban qué hace el extranjero que no nos deja comer en paz, por qué un extraño tiene que venir un sábado a la hora del almuerzo a un pueblo donde nadie viene y comenzar a amargarnos la tarde antes del partido de fútbol.
Los llamé o soñe que los llamaba, uno por uno. Tocaba sus puertas. Les preguntaba por la estatua. Sediento, bebía el agua de la fuente. Pero ninguno sabía nada.
-No, no, la única estatua de Vibonati es la del Padre Pío que le mostró la señora -decían y volvían a decir mientras señalaban a la anciana de las gallinas.
Yo me limité a recordar Casa Natal, el cuento de López Ortega que relaciono con todos mis fracasos: un padre lleva a sus hijos a conocer la casa en que ha nacido y, luego de horas de viaje, comprueban que donde debía estar la casa no hay nada o, peor aún, un estacionamiento. ¿Cómo había podido desaparecer el busto? ¿No se trataría más bien de un engaño de Ciliberti? Barbero charlatán, igual ni siquiera sabe quién es Alfonso Gatto. En eso estaba, maldiciéndolo, cuando un grupo de tifosi de la Salernitana se apiadó de mí.
-¿Gerbasi? Sí. Quizas se trate del acto que hicieron hace como cinco años en el Comune.
-Seis o siete, más o menos. Vino el embajador venezolano y el vice-presidente del senado -agregué yo a punto de llegar a un acuerdo.
-Está allí, adentro -dijó el menos joven sonríendo, presintiendo mi Casa Natal, mientras señalaba la reja encadenada de una alcaldía que más bien parecía una escuela pérezjimenista.
Fui hasta la reja. Quizás detrás de ella había un patio y, en el centro, la estatua de Vicente con una taza de café en la mano izquierda. Pero no, no detrás de la reja, allí sólo había una escalera, la cartelera de los matrimonios y dos afiches de las últimas elecciones.
-¿Y la iglesia? ¿Dónde queda la iglesia? -pregunté pensando en una bilocación imposible o en el patio de la lejana iglesia de mi infancia: algunas matas de mango y los bancos durísimos que había donado la familia Dao.
-Su -dijeron ellos y señalaron la cuesta.
Decidí caminar hasta alcanzarla. Emprendí la subida infinita y, como la única persona en invitarme a comer fue la loca del pueblo, le dije que no, muchas gracias, preferiría no hacerlo, como si fuera Bartleby.
Frente a la iglesia, me detuve para ver el mar. Era hermoso, pero no valía el viaje hasta Vibonati. De todas maneras, comencé a hacer fotos. Para sentirme como un turista o para aprender a hacer fotos.
Iba por la cuarta o la quinta cuando una voz se atravesó entre el objetivo y la plaza:
-¿Qué hace?
Era la sacristana que, sorprendida, no podía entender que alguien le hiciera fotos a los tejados de Vibonati.
Le conté mi desgracia y ella prometió ayudarme: su hermana era secretaria del Comune y, si yo la esperaba, descendería conmigo, me abriría las puertas de la alcaldía, subiría en mi compañía hasta el primer piso y, en un rincón, entre dos carteleras y una caja de resmas de papel dispuesta en el suelo, me mostraría el busto -así lo dijo varias veces, el busto, el busto- de Vicente Gerbasi.
-La única estatua que hay en Vibonati es la del Padre Pío.
