-¿Le gustan las estatuas? -me preguntó navaja en mano el barbero salernitano, Renato Ciliberti, luego de decir que él era quien todos los miércoles ajustaba la barba de Alsonso Gato.
-Las de militares no -respondí distraído-. Tampoco las de 
escritores y curas.
-Es que en Vibonati hay una de Vicente Gerbasi. 
Vibonati, Vi-bo-na-ti. ¿En qué dirección de mi vida sus mujeres 
recogían las sábanas tendidas entre dos balcones, con los ojos cerrados porque 
escuchaban a Mario Lanza cantar O sole mio? ¿Dónde resonaba la voz de sus 
aldeanos el día de la vendimia? ¿Donde se estrechaban sus manos manchadas antes 
de iniciar la caza de un leopardo imposible? ¿Dónde esperaban el tren de un 
viaje infinito? ¿Dónde se agolpaban antes de trepar la escalerilla del barco que 
les permitiría convivir alguna vez con las figuras de Viviano Vargas, en Canoabo 
de Venezuela? ¿Dónde, dónde? 
-Frente al Golfo de Policastro, exactamente frente al Golfo de 
Policastro -repitió Ciliberti, creyendo quizás que adivinaba mis pensamientos. 
Otra vez se equivocaba el barbero. Alfonso Gatto había muerto en 
1976 y, en mi caso, no se trataba de saber las coordenadas en el mapa italiano 
del pueblo donde nacieron los padres de Vicente Gerbasi, tampoco escuchar que 
para llegar allí desde Salerno debía tomar un tren hasta Sapri y luego buscar, 
en el horario de la compañía de autobuses Lamanna, las ocho letras de su nombre: 
Vibonati, Vibonati, Vi-bo-na-ti. Apenas pretendía hurgar en mi memoria, con los 
ojos cerrados y la loción alcoholada ardiendo en las mejillas, hasta encontrar 
el lugar en que la pequeña aldea viñatera del Sur de Italia había abierto por 
primera vez las puertas de sus casas ante mis ojos, invitándome a pasar y 
hundirme en sus «volcanes adustos», «sus selvas hechizadas». 
Nada logré recordar hasta el momento del día siguiente en que el 
autobús al que había subido en Sapri -uno de esos autobuses que no se detienen 
ni continúan sino que simplemente giran, dan la vuelta y regresan como si 
hubieran llegado a un destino inconcebible- me escupió en Vibonati en compañía 
de una anciana vestida de negro y las gallinas que no había logrado vender en 
Maratea. Mientras veía a la anciana y deseaba que dejase de mirarme para caminar 
tranquilo o tomarle una foto a las gallinas, lo recordé: casi veinte años atrás, 
junto a mi gigantesca profesora de literatura venezolana en el bachillerato 
escolapio, llorando los dos luego de leer Mi padre, el inmigrante, 
escondiéndonos para no ser víctimas de las burlas de Manzo o del mismísimo cura 
Manolo. Allí, luego de repetir mil veces -como si fuera un miércoles de ceniza- 
el único verso del último canto, el primero del primero y del segundo, «Venimos 
de la noche y hacia la noche vamos», yo pregunté por la noche y ella dijo que la 
noche era Vibonati, Vi-bo-na-ti. La noche y la calle. 
-Signora, ¿es verdad que aquí hay una estatua de Vicente 
Gerbasi? -le pregunté finalmente a la anciana de las gallinas.
-¿De quién? -repreguntó ella mientras las gallinas revoloteaban 
dentro del saco-. No, la única estatua que hay en Vibonati es ésa del Padre Pío 
-señaló la piedra pintada de bronce de este Garibaldi del siglo XX que los 
italianos colocan ahora en todas sus plazas.
Frente al Padre Pío, me persigné y empecé a calcular las 
dimensiones de un pueblo en el que ya -a la una de la tarde del primer sábado de 
mayo, con los dos únicos negocios cerrados- se habían ido las uvas y los 
panini y, a través de las ventanas, los vecinos se preguntaban qué hace 
el extranjero que no nos deja comer en paz, por qué un extraño tiene que venir 
un sábado a la hora del almuerzo a un pueblo donde nadie viene y comenzar a 
amargarnos la tarde antes del partido de fútbol.
Los llamé o soñe que los llamaba, uno por uno. Tocaba sus puertas. 
Les preguntaba por la estatua. Sediento, bebía el agua de la fuente. Pero 
ninguno sabía nada.
-No, no, la única estatua de Vibonati es la del Padre Pío que le 
mostró la señora -decían y volvían a decir mientras señalaban a la anciana de 
las gallinas.
Yo me limité a recordar Casa Natal, el cuento de López 
Ortega que relaciono con todos mis fracasos: un padre lleva a sus hijos a 
conocer la casa en que ha nacido y, luego de horas de viaje, comprueban que 
donde debía estar la casa no hay nada o, peor aún, un estacionamiento. ¿Cómo 
había podido desaparecer el busto? ¿No se trataría más bien de un engaño de 
Ciliberti? Barbero charlatán, igual ni siquiera sabe quién es Alfonso Gatto. En 
eso estaba, maldiciéndolo, cuando un grupo de tifosi de la Salernitana se 
apiadó de mí.
-¿Gerbasi? Sí. Quizas se trate del acto que hicieron hace como 
cinco años en el Comune.
-Seis o siete, más o menos. Vino el embajador venezolano y el 
vice-presidente del senado -agregué yo a punto de llegar a un acuerdo.
-Está allí, adentro -dijó el menos joven sonríendo, presintiendo 
mi Casa Natal, mientras señalaba la reja encadenada de una alcaldía que 
más bien parecía una escuela pérezjimenista.
Fui hasta la reja. Quizás detrás de ella había un patio y, en el 
centro, la estatua de Vicente con una taza de café en la mano izquierda. Pero 
no, no detrás de la reja, allí sólo había una escalera, la cartelera de los 
matrimonios y dos afiches de las últimas elecciones. 
-¿Y la iglesia? ¿Dónde queda la iglesia? -pregunté pensando en una 
bilocación imposible o en el patio de la lejana iglesia de mi infancia: algunas 
matas de mango y los bancos durísimos que había donado la familia Dao.
-Su -dijeron ellos y señalaron la cuesta. 
Decidí caminar hasta alcanzarla. Emprendí la subida infinita y, 
como la única persona en invitarme a comer fue la loca del pueblo, le dije que 
no, muchas gracias, preferiría no hacerlo, como si fuera Bartleby. 
Frente a la iglesia, me detuve para ver el mar. Era hermoso, pero 
no valía el viaje hasta Vibonati. De todas maneras, comencé a hacer fotos. Para 
sentirme como un turista o para aprender a hacer fotos. 
Iba por la cuarta o la quinta cuando una voz se atravesó entre el 
objetivo y la plaza:
-¿Qué hace? 
Era la sacristana que, sorprendida, no podía entender que alguien 
le hiciera fotos a los tejados de Vibonati.
Le conté mi desgracia y ella prometió ayudarme: su hermana era 
secretaria del Comune y, si yo la esperaba, descendería conmigo, me 
abriría las puertas de la alcaldía, subiría en mi compañía hasta el primer piso 
y, en un rincón, entre dos carteleras y una caja de resmas de papel dispuesta en 
el suelo, me mostraría el busto -así lo dijo varias veces, el busto, el busto- 
de Vicente Gerbasi. 
-La única estatua que hay en Vibonati es la del Padre Pío.